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¡Kaixo! ¡Y descorchamos!

 

Suena Ringo, de Joris Voorn, y la música, algo melancólica, funciona con lo que acontece 27 pisos más abajo.

 
Todo en México es extraño, también los lunes. Todo parece una obra de teatro con un guión medido que los personajes se resignan en recitar con cierta desgana.

 
Hoy es lunes, 26 de octubre. Hace un mes era 26 de septiembre y entonces hacía un año que los 43 estudiantes de la escuela Normal de Ayotzinapa dejaron de estar. Se los llevó el viento, aparentemente, y hoy ese viento es frio y el cielo es gris. La gente camina en silencio y tiene gesto oscuro, como las ropas de los jóvenes mexicanos, siempre tirando al negro.
Es precisamente en la canción ‘El hombre de negro’ donde se juntan Loquillo, Urrutia y Andrés y cantan algo así como: “Llevo el negro por la injusta soledad, de los viejos y de los que acabarán, fríos como piedra después de cabalgar, mientras alguien se hace rico en su sofá…”

 
Hoy es lunes 26 de octubre, y tengo la suerte de poder, en esta fea tarde, confundirme entre los apenas doscientos que se manifiestan una vez más en la Avenida Juárez, donde la Alameda y frente al hemiciclo que honra al mismo presidente, del que se dice consolidó la república mexicana.
Son las familias de los 43 desaparecidos, algún despistado como yo, y muchos niños que imagino vienen de lejos, me miran extrañados por el contraste de color y altura. También hay oportunistas con banderas soviéticas, porque perro viejo nunca muere.

 
Habla una madre, que señala a Peña Nieto como el culpable. Tiene poca facilidad de palabra y anda nerviosa, o quizás agotada de gritar desde hace un año y un mes a un hijo que dejó de estar y del que nadie sabe. Termina mezclando – o no – y culpando también al gobierno de vender México a Estados Unidos. Suenan unos tímidos aplausos, también están cansados de aplaudir, pero sin embargo no se percibe fatiga en el grito que repiten como mantra: ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!

 
Habla otra madre, ésta con mejor oratoria, y como queriendo excusar a su compañera de viaje, se presenta como pobre y campesina, otra víctima del gobierno. Culpa al ejército, dice que los militares tienen a sus hijos. En un final brillante, pide que su hijo aparezca, porque sabe que está vivo y porque necesita encontrarlo para poder volver junto a sus otros hijos, que siguen en Ayotzinapa y no solo perdieron a su hermano, ahora me doy cuenta, también a sus padres.
Sorprende el escenario y el día, porque es pleno centro de Ciudad de México. Es lunes y les han dejado cortar la Juárez para reunirse unos pocos. Luego recuerdo que esta ciudad es el bastión que resiste al PRI, a la dictadura perfecta. Pero algo no encaja, a lo lejos dos cordones policiales enormes impiden juntarse a más gente.

 
Ellos no lo saben, pero en el hotel que se encuentra frente al hemiciclo han puesto detectores de metales en las entradas. Cuando pregunto si después de un mes no pueden confiar en que no porto armas, me cuenta mi recepcionista favorita (la más vistosa) que allí tiene lugar una reunión con ministros.

 
Es México. Mientras los ministros discuten, sin saberlo y a cincuenta metros 43 familias desgraciadas y unos sufridos hombros piden a gritos que aparezcan sus desaparecidos, y culpan al gobierno de todos los males. Están hartos, pero solo les queda un camino, y salta a la vista que nunca se van a cansar. Han aprendido a vivir sufriendo.

 
Solo queda confiar en que Jose Luis de Arrese, bilbaíno militante de Falange, tuviese razón cuando decía:
“Nunca es estéril la voz del que clama. ¡Aunque parezca clamar en el desierto!”