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Momentos de inadvertida felicidad

momentos

Fotografía – Josef Koudelka

Cuando era adolescente, o universitario, existía un chico algo mayor, aún existe, que escribía un blog. Tenía fama, también mérito. Le leían, sobre todo ellas. Sus textos contaban sobre chicas guapas y gin tonics, y sobre el Real Madrid. Yo leía unas líneas y, con desprecio, me ponía a otra cosa. Yo me sabía mejor escritor, menos cursi. Acaso era la envidia de saber que existían. Existían los que escribían, los que se atrevían.

Ese bloguero perseveró y hoy es escritor y yo ya no sé si escribe cursi. También hace un podcast semanal que se ha convertido – para mí – en una rutina feliz e imprescindible. Ahí le escucho charlar con escritores, con cineastas, críticos gastronómicos, vividores – y le admiro. El pasado diciembre, además, le reconocí en una boda. Vestía un traje gris claro, por claro excéntrico entre tanto invierno, y cuando le reconocí se lo dije a ella, que ese es él, el de mis podcasts, y se lo dije como el niño reconoce a un futbolista por la calle y ruborizado se lo cuenta a su madre – esa tensión feliz.

Esta noche he buscado sus textos, tampoco he terminado ninguno. Al menos, descubro, saco de él una recomendación, un libro – Momentos de inadvertida felicidad, de Francesco Piccolo.

Quiero yo, aquí y ahora, pandemia mediante, recordar momentos, no sé si de inadvertida, felicidad:

Durante el viaje de novios, cuando a iniciativa de ella nos habíamos embarcado en un tren de lujo y decadencia que cruzaba Sudáfrica. Su reír, incontrolado e incontrolable, cuando nos despertamos y yo descubrí alarmado un hematoma que abarcaba media pierna. Su contarme a carcajadas como, la noche anterior, la primera a bordo de aquel tren, yo me había pasado tomando whiskey y haciendo amistad con el resto de los pasajeros – todos jubilados – y como ella me había tenido que guiar por el estrecho pasillo de vuelta al coche-cama, pero yo hacía diagonales.

Durante el viaje de novios, cuando atravesábamos el Delta del Okavango buscando felinos, y ella, que vende caras sus palabras, se mostraba dicharachera con los dos guías que nos acompañaban y les hacía reír, y sonreír, y yo a su lado buscaba felinos.

Durante la Eurocopa de Ucrania, cuando en la final de Kiev, los dos en la grada, marcó Silva el primero. Cuando mi padre, que vende caras sus emociones, se puso a saltar eufórico escaleras abajo y arriba. Cumplía un sueño.

Durante el verano de 2013, cuando me hice adulto de mi madre, cuando recién me había ido de casa y de España y al poco ella vino a verme. Esas noches de calor y terraza en Zúrich, esas cenas a dos en aquel italiano, bebiendo vino sin la censura habitual de mi padre y, por fin, conversando cómplices, contándonos vida.

Durante aquellas horas de la comida, último año de colegio, los amigos en un bar de barrio. Cuando un día tras otro convencíamos a gritos al cocinero, un señor gordo y feliz, para que saliera de su cocina terrible enfundado en una peluca femenina que rezumaba grasa y, mirándonos, levantara un cuchillo enorme, a lo que respondíamos, exaltados, con golpes sobre las mesas y aullidos.

Durante los meses que viví en Tokio, cuando estaba solo, pero aún más cuando al teléfono me acompañaba mi amigo Gonzalo, que, desde Nueva York, rizando el rizo, me impartía clases sobre rap español.

Ahora. Cuando, confinados todos, todos nos acompañamos. Ella a mi lado, ellos más lejos. Nos acompañamos siempre.

 

Uma noite em Lisboa

amalia rodriguesAmalia Rodrigues, la reina del fado



 

Contesto a mi amiga: joder cállate, que ya, que ya lo sé.

Me reprocha el silencio. Que se me ha olvidado escribir.

Es mi amiga la que se acostó con su ginecólogo. Así es como la conoce, porque se quiso quedar con eso, como para no, mi compañera. Tengo un amigo que tiene una novia muy de izquierdas. Tan de izquierdas que es de Rivas. Tan de izquierdas que una noche, en las fiestas de Rivas, mi amigo y yo bebíamos con el padre de ella y hablábamos de la causa saharaui cuando un viejo camarada se acercó. El padre, tan de izquierdas, nos presentó como el poeta del blog y el compañero de mi hija.

Dispongo de una noche. La lisboeta de pelo negro me ha organizado el reloj. Me he apeado del metro en la estación de ‘El Rato’, que en portugués se pronuncia el gato. No he estornudado. Desde el gato he emprendido un largo paseo interrumpido brevemente por una o dos cervezas en un quiosco cualquiera, palabras con extraños. Por fin he llegado hasta el mirador de Santa Caterina. El mirador mira, en esta noche parda, al mar de Palha. Esto último me lo ha chivado la joven que manda en este restaurante sin capota. También viste de oscuro, también me ha dado mesa. Ahora estoy en esta terraza, frente al mar de Palha. Estoy sentado donde la que manda, que es sevillana, me ha hecho sentar.

Termino el coctel aperitivo de la cena. De todos los cócteles, y son varios, he tirado por el que lleva tequila, pero solo porque mi compañera, que es hija de ganaderos, bebe tequila como agua, y con agua, y yo no me termino de acostumbrar. El coctel, como la terraza, es elegante, también lo es el mirador. Si miro recto solo veo oscuridad, pero sé que ahí abajo está el mar de Palha porque me lo ha dicho la que manda. A la izquierda un hotel, palacio blanco y lucido, luna por bombín, ventanas grandes y veladas tras las que uno se imagina desnudos a Pierce Brosnan y Halle Berry en El Mundo Nunca es Suficiente. El hotel y el mirador, la noche y los cócteles, brindan el momento a las parejas. Aquí se enamoran. Como en París. A pocos metros de mi lo hace una de ellas. Son dos hombres que comparten postre. El más alto de ellos viste pantalón muy corto, zapatillas y calcetines largos de tenista. Ese look, a priori absurdo, me resulta atractivo. El estilo McEnroe siempre me ha puesto. Algún sábado, pienso, viajaré a Copenhague y, tan al norte, sin temor a ser reconocido, me vestiré yo también como McEnroe.

Mientras pienso hace aparición una mujer mayor, mayor y ostensiblemente rusa. La que manda me señala, equivocada, pensando que acaso esa soviética es mi madre, o a lo peor mi clienta. Ante mi mirada extrañada se disculpa, divertida. No tenía suficiente con ponerme a cenar solo. Quería humillarme. Pero en esto aparece el camarero y le pido carne, ensalada y vino.

Que elija por mí. Que cómo te gusta el vino. Que así como el Rioja. Entonces te traigo este, y señala un Mar de Palha y luego cierra el puño y me mira y me dice:

Así como fuerte.

Ya vuelvo amiga. In Vino Veritas nunca se va. Kaixo, y descorchamos.

September 23rd, 2018|Uncategorized|0 Comments

Nos vamos

Guerrera Uriel Sinai

Fotografía: Uriel Sinai

Son las horas últimas de un año. Los doce meses que he vivido sin nómina y con tiempo. Ya terminan. Lo noto hoy cuando regreso al stomerij, la lavandería, con 16 camisas necesitadas. El indio me abraza. Pensaba que ya no te gustaban mis servicios, me dice. Tenía que ajustar gastos, le cuento. Me quedo, prometo. Porque vuelvo a la rueda. Porque la novela empieza a cuajar. Llega tarde – tardará unos meses en publicarse. Tardará en comprarse la casa de Sicilia. Tardaré en vivir ocioso en esa casa de Sicilia, la misma casa con puertas al mar que imagina Camilleri para su comisario Montalbano. Tardaré otro rato en refugiarme allí del éxito como se escondía Salinger. Tardaré algo más en disfrutar ocioso como Hemingway, distinto final. Con el superventas por cuajar, yo vuelvo a la fábrica, vuelvo al hotel, falta me hace.

Son las últimas horas de un año y es momento para ponerse cheesy, o cursi, y risueño esbozar una oda al dolce far niente, pero no me apetece. No hay necesidad. Suena Guerrera (Dellafuente ft. C. Tangana), y entonces recuerdo que yo ya la he encontrado, a la mía, con su lambo y su kalashnikov, que gusta de viajar pegadita a mi vera. Mi guerrera fue entrenada para disparar fuego real. Así que ya está. No hay necesidad de volver sobre mis pasos.

Nos vamos.

Ahora que no miras

IsaMunoz

Fotografía: Isabel Muñoz

 

 

En el horizonte asoma Madrid, volver a Madrid.

También para Amelia, está acojonada. Me gustaría hablarle de Enrique Ballester, de su columna sobre irse a Madrid, esa obligación-leyenda que para los aspirantes a triunfar juntando letras se presenta como irresistible agujero negro. Él, desde Castellón, inasequible al desaliento, gato panza arriba, resiste. No resistió su colega Jabois. También es verdad que de Pontevedra se escapa antes que del Mediterráneo. Yo, como gato Enrique, me resisto, pero su Castellón es mi Madrid, acaso puedo resistirme. Acaso puede Amelia, a la que no cuento sobre Enrique y su columna en Las Provincias. Le hablo, es una mujer sofisticada, de La Regenta. Ya está, le explico revelador, Madrid es Vetusta.

SIEMPRE HAY UN REGRESO, reza una cicatriz macarra sobre mi muslo. Es parte de la canción ‘Nos volveremos a ver’ de Calamaro. No era el regreso a Vetusta lo que Andrés y yo cantábamos, no puede ser eso joder.

Con Vetusta en el horizonte, una fina humareda se interpone entre mis ojos y los de Ámsterdam. Separados, a ciegas, yo encuentro el momento de explicarme.

Ahora que no miras te lo agradezco todo,

Ahora que no miras el barrio que es de De Baarsjes, los pájaros de mar y tierra que, en primavera, al alba, comparten gozosos sus ganas de cópula, onírico despertar.

Ahora que no miras la casa, el papel de pared azul con formas bizarras que invita a la psicodelia, recuerdo perenne de la anterior dueña, rubia, judía, soltera, cuarenta años de ojeras y adolescencia, y su perra Lola, adoptada en el país que terminaría echándola, como único legado vivo.

Ahora que no miras lo que enseñas al otro lado del cristal cuando te escribo, ese cruce de aguas. Los canales que se abrazan donde la terraza de Edel, en ese desfilar oscuro y quieto, tan seductor, tan oscuro, como el perfil desnudo de Fátima.

Ahora que no miras Fátima, primero amante luego amiga, primero somalí luego holandesa. Por diferentes resultó imposible, mas nos dejas las cenas, ser el único invitado un viernes de junio cuando se pone el sol y termina el preceptivo ayuno, bendecir en árabe, dátiles primero, fumar en el balcón y lavar los platos a medianoche mientras ella cubre su rostro con fino velo y, agravando su belleza, genuflexión mediante, reza a su Dios.

Ahora que no miras la ausencia de fe, o la búsqueda ausente, entre los que te habitan. La carencia de humildad, el egoísmo para el prójimo, la búsqueda del placer desde uno mismo, a todas horas. Los jóvenes por todas partes, todos solteros, o en parejas que funcionan porque ninguno renuncia a su individualidad, las drogas hechas dócil hábito, las miradas lascivas, sin ambages, de ellas.

Ahora que no miras ellas, el dolor y el placer, la culpa y su ausencia. Sus recorridos vitales indefectiblemente magullados por los vientos del norte, que las despojan de familia, de fe. La última hoy mismo, Laura y su cabello rubio, su cara Claudiaschifferiana, su todo delgado y largo, sus historias que escucho con pasión. Nada de lo que dice, ninguna de tus Lauras, me asusta, otra vez. Su apartamento en Jordaan a medias con su novio, pero en realidad suyo por herencia. La muerte de su padre, de verdad que no fue un suicidio, desde lo alto de una grúa, las depresiones de él en vida que ahora ella padece, vil relevo, su afición a las noches oscuras que se escriben entre ruido, que se sudan entre visitas al baño, bailes con uno mismo, con el humo y con la oscuridad,  y charlas lentas con sonrisa y ojos grandes en la sala de fumar, allí fue donde llegué a Laura. Yo estaba solo cuando ella con sus dedos largos me llamó, y con el mismo gesto hizo a su amiga, la amiga de semblante triste a la que echaron sus padres de casa a los dieciséis, para que se apartara. Me invitó y yo acepté. Me abracé a vosotras. Es la belleza, idiota.

Ahora que no miras tú por la mañana, el tráfico de bicicletas somnolientas en Kinkerstraat, la liberación que es cruzarte – con tus niños de colores y tus corredoras – por Vondelpark, sentir liviano, mientras escucho la canción de la belga, Mala Vida de Nouvelle Vague. Pasearte de noche, detenerme solo en cualquiera de tus puentes, pensar que en esa noche mejor que tú no hay. Tampoco nadie.

Mi amigo Carlos defiende que no hay belleza genuina, sino una conspiración que dicta, cultura y negocio mediante, lo que hay que mirar con deseo. Yo le contesto siempre lo mismo. La mierda huele a mierda aunque no nos lo enseñaran. Y por las mismas tu seguirás fascinando cuando ya no te miremos.

Si ahora marcho a Vetusta te habré hecho justicia, mas no te enterarás, porque ahora no miras pero mañana tampoco.

Por eso las gracias, porque no nos miras, porque te vendas los ojos y nos dejas hacer.

Qué pensar

atomic

 

Mi mujer es belga. A menudo, cuando juntos yo me abstraigo y en silencio miro lejos sin mirar nada, ella en español sonríe y pregunta: ¿Qué pensaggg? Lo dice así, con su hablar flamenco que no admite nuestras erres. Mi mujer no quiere que le aconseje sobre qué pensar sino que le cuente lo que yo en ese momento preciso pienso, mas yo no la corrijo, pues su forma de preguntarlo, qué pensar, además de enamorarme despliega en mi mente intrincados caminos.

Y la pregunta, en esa voz grave y dulce de mujer que todo lo puede sola, me asalta en soledad. Entonces recuerdo. Qué pensar.

Cuando trabajé en México fueron 200 los viajes que hice en Uber, tantos que a veces repetía conductor. Eran viajes de ida y vuelta a una fábrica ordenada, moderna. La fábrica se alzaba, la supongo todavía en pie, entre las barriadas de Cuatitlán Izcalli, topónimo que solo aparece en las portadas de lo que allí se conoce, se demanda y se vende como periódicos de nota roja. Morbosas y terribles, esas portadas retratan los puentes y cadáveres que en ocasiones al llegar a Cuautitlán Izcalli cruzan la autopista, y en las fotos que abren esos periódicos penden cuerpos desmembrados, pies que el lector aún ve temblar, al menos cuando la imagen te asalta de mañana y con el estómago vacío. Allí donde la fábrica y los puentes de la muerte conviven llegaba yo en Uber. En el trayecto unas veces trabajando, durmiendo otras, las más gruñendo en el asiento de atrás, como si mis alaridos fueran a desbloquear atajos, tiempo. En Ciudad de México se duerme poco, se trabaja mucho. De plenitud se ríe hasta llorar. De amargura se llora hasta morir. Nunca hasta desaparecer. De regreso al hotel, cuando la noche toma el centro yo no quiero dormir. Dejo atrás mi suite, tomo el ascensor, cruzo el lobby. Camino rápido para confundirme en la manifestación de hoy, la misma cada mes, cada año. En el parque de la Alameda, de pie, frente a un estrado itinerante, desgastado por el uso, escucho a la mujer que ahora blande el micrófono. Grita desconsolada. Es madre de uno de los 43 estudiantes a los que se llevaron vivos. Vivos los queremos. Pasan los años, la amargura ha hecho estragos, la madre se ve gris, por el duelo podrida. No se resigna. Sigue de pie.

Cuando trabajé en Japón conocí a Hitomi. Vivimos un noviazgo que duró dos semanas, hasta una mañana de viernes en la que, mientras ella, meticulosa, afrontaba en el baño su largo ritual cosmético -la piel de porcelana también se dibuja-, yo terminaba de desvestir mi cuarto y cerraba la maleta para, a mi pesar, dejar atrás aquella isla. Ya vestida, empolvada, Hitomi me despidió en silencio, sin dramatismos, sin siquiera darme pie a decir te quiero, sigamos juntos. Se dejó abrazar por toda muestra de afecto y en el lobby nos separamos sin mirar atrás. Yo tomé el Narita Express hacia el aeropuerto. Ella tomó el metro hacia Nakameguro, para de ahí caminar a su oficina, y otra vez echar 14 horas intermediando en la compra de armamento para el ejército japonés. La noche antes, la última, habíamos ido al cine. Ponían ‘El Puente de los Espías’. La película, entretenida, depurada propaganda estadounidense ambientada en la Guerra Fría, mostraba una escena rápida, de unos pocos segundos, que en Tokio resultaban desconcertantes. En algún momento aparece en pantalla una recreación de una clase cualquiera de un colegio estadounidense en los años 50. En un televisor de la época los imberbes alumnos asisten con asombro al lanzamiento, en blanco y negro, de las bombas nucleares sobre Japón, y del consiguiente apocalipsis que envolvió Nagasaki y Hiroshima. Tras aquella escena y con el rabillo del ojo miré a Hitomi y los demás. El terror se apoderó de la sala y entre la pantalla y los ojos bien abiertos de los tokiotas la tensión de enfrentarse a sus monstruos tomó forma invisible. Nadie hizo ruido, nadie se movió de su butaca hasta el final. Y con los créditos y las luces, impasibles, se levantaron y marcharon.

¿Qué pensar?

¿Qué piensa esa madre tras pedir por enésima vez que le regresen a su hijo? ¿Qué piensan los japoneses cuando en un cine asisten a su propia muerte?

Cuando mi mujer me pregunta ‘qué pensaggg’ no suelo contestar, sonrío y digo que nada, y dejo de pensar, si acaso pensaba.

Pero la pregunta me acompaña. Quisiera yo saber qué pasa por la cabeza de la madre muerta en vida, por la de los japoneses vivos frente a sus muertos. Inútil anhelo el mío, porque lo piensan todo, nada que uno, sin ser madre de uno de los 43, sin ser japonés y volver a ver como hicieron desaparecer a los suyos de un bombazo, pueda siquiera acercarse a entender.

Ni uno ni ellos. Porque las preguntas difíciles, las preguntas que importan, jamás se responden.

Qué pensar.

La Bohème

Gianni Berengo

Fotografía: Gianni Berengo

Tres hombres negros a los pies del Sacré Coeur cantan para el cielo de París. Interpretan La Bohème de Charles Aznavour. Dos llevan los coros, acarician guitarra española y cajón peruano. El que completa el trío, protagonista, es alto, bello, sonrisa africana. Se deja caer, genuflexión, para concluir su poesía. Los últimos versos, ya sin eco, los susurra a escasos centímetros de la cara pecosa de un niño rubio, tímido protagonista, que le ofrece los cuartos de sus padres. La voz del cantante negro es francesa. Como la del belga Jacques Brel. Es francesa como francesa es la voz de Hindi Zahra, marroquí de origen, cuando canta, sensual, Beautiful Tango. Francesa como la de Cut Killer, de idéntico origen magrebí, cuando en Assasin de la Police pone voz a la rabia de la banlieue, los olvidados.

Hace sol. Sopla en la cristiana cumbre un viento gélido que nadie padece. Porque tras La Bohème se extiende París, el milagro erguido sobre adoquines sin arena de playa. Extasiados, sentados en las escaleras de Montmartre, de espaldas al cielo o quizá desde el cielo mirando a París, dejamos de pensar, atentos solo al discurrir de las niñas gitanas del Este que, también olvidadas, pululan peligrosas con sus tramposas carpetas. El tiempo pasa imperceptible antes de levantar y pasar al otro lado del cielo, o de bajar a él desde la place du Tertre, allí donde los pintores buscavidas retratan a los americanos que ojipláticos descubren lo que en América no tienen – París, su luz y sus sombras, la belleza de Europa que se impone victoriosa sobre todas las cosas.

Una mañana en París corro a su lado. Cruzamos el Sena, que bajo nuestras zancadas livianas fluye vigoroso. Por fin Notre Dame. Notre Dame y nosotros, dos turistas que al amanecer y en chándal se rinden a la catedral. En la intimidad del alba acompañados por militares que atestiguan que la guerra vive, también en Europa. No prestamos atención, como tampoco la prestarían Quasimodo y Esmeralda en El Jorobado de Notre Dame, adaptación de la novela Nuestra Señora de París, de Victor Hugo. Voces francesas.

Una tarde en París caminamos de la mano, soñadores, silentes. Mendigos mayores, mendigos menores, no salen a nuestro encuentro sino nosotros al suyo, los esquivamos disgustados. Ellos también han sido olvidados. Voces francesas.

Una mañana desayuno sin ella, ella corre sin mí. Son las diez de la mañana cuando eufórica regresa, y ya besada confieso mi obsceno atracón a croissants, a pains au chocolat. La culpa, me excuso, la culpa la tienen los artículos que también devoraba en su larga ausencia. Le Monde Diplomatique. Ella, divertida, cuenta que en su carrera ha visto a tres hombres y dos mujeres bebiendo vino en las terrazas. Tan pronto dice. Me encanta París exclama. Voces francesas.

Una tarde la paso a su lado, en una de las incontables terrazas que protegen las esquinas. Nos sentamos en dos sillas de mimbre que apuntan a la calle. Ataviados con elegancia en nuestro afán de hacer lo que vieres, contemplamos el pasar rozándonos de los transeúntes. En todas las mesas, parejas, distintas todas, todas parisinas. Y en todas las mesas, tabaco y alcohol. En la nuestra, además de tabaco, ostras y champán. Los pequeños placeres de la vida, comento. Amigo, observa ella, nada tiene de pequeño el placer de merendar ostras y champán.

on était jeunes, on était fous

La Batalla de Hue

HUE

La Batalla de Hue – Unknown

Hace poco me escribió mi segunda mujer. ¿Cuál? La holandesa alta con la que volé toda una semana a pasear por Nueva York. Yo me cogí vacaciones. Ella se fabricó unas reuniones más allá del Atlántico. Madrugábamos y poníamos pies en la concrete jungle, desayunábamos café helado y Dunkin Donuts mientras a lo ancho atravesábamos Manhattan. Cruzado Manhattan, nos besábamos adiós en su oficina. A las siete de la mañana en Nueva York yo ya había tomado café y hecho ejercicio. Empezaba entonces la película, que cambiaba de secuencia a las once, cuando tras cuatro horas ella se consolaba engañándonos: “trabajo esta tarde desde casa”.

Me escribió mi segunda mujer hace poco decía. Estaba ingresada en el hospital. Fui a pasar la tarde con ella. Como ella es Antoñita La Fantástica, me avisó:

“estoy en un piso de gente en estado crítico, ya he visto a gente cagarse y vomitarse encima”

Yo imaginé que lo decía por los familiares. Que había visto a los que visitaban a sus enfermos cagarse y vomitarse encima de espanto. Cuando hacia ella iba en bicicleta imaginé un escenario apocalíptico con gente tullida y gritos, heridas que aún hierven.

Camino de aquel Vietnam en Ámsterdam, donde iba a pasar la tarde con mi segunda mujer, también escuchaba la canción ‘Antes de Morirme’, de C. Tangana y Rosalía. Todo era bastante confuso.
En su planta del hospital había tres abuelos y todo olía a limpio. Cuando sacaron la cena me tuve que contener para no probar de su estofado con puré de patata y arenques. Todo era bastante poco apocalíptico. Al llegar la había encontrado sentada sobre su cama sonriente, aún morena de sus vacaciones en Colombia. Le colgaba del brazo una bolsa de antibiótico, eso sí. Pero la encontré sonriendo, tecleando en su ordenador luminoso – Designed in California. Assembled in Vietnam. Y quizá por eso me pidió que le contara otra vez el cuento de Vietnam.

Y se lo conté.

 

El cuento de Vietnam vivía en un escenario de horror permanente. Era la batalla de Hue. Para el Tío Sam las cosas en Hue estaban en apariencia bajo control, y algunos soldados yanquis llevaban tiempo instalados. En aquellas una estudiante de medicina de la ciudad y un joven soldado tejano se enamoraron con intensidad. Pero llegó por sorpresa el Viet Cong. Enfurecidos y libertarios tiraron la ciudad abajo y con ella a muchos americanos. Meses después la estudiante tuvo una hija, huérfana del joven soldado que a se hizo mayor y se graduó y a su vez tuvo una hija. Y esa hija, le decía a mi segunda mujer holandesa, esa hija medio siglo después… Qué, me preguntó entre risas. Pero en ese momento vimos llegar a la doctora.
Era una señora de unos cincuenta años, algo morena y de rasgos asiáticos que aún descifrábamos cuando sobre su bata blanca leímos su apellido:
NGUYEN

 

Terminé de leer el cuento y al poco me marché.

 

 

February 18th, 2018|Uncategorized|0 Comments

El Delta de la Memoria

Donde los profesores aún fuman

Donde los profesores aún fuman

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Leo ‘Diarios 2015-2016’ de Juan Laporte. No he llegado a la página 27, pero hasta esa página el libro es eso, párrafos-bala, reflexiones, notas del día. Y decido que voy a plagiarle. Aunque en el primero de los párrafos Laporte explica:

“No me gusta la palabra plagiar, es muy áspera, demagoga. Prefiero ir de la mano. Vas de la mano del autor que eliges, ese que lo hace mejor que tú y con el que te identificas”

Yo voy de la mano de Ben Lerner, pero en esta madrugada:

Diarios

 

La euforia de observar el Delta de la Memoria. Recuerdos que empalman, de cerilla a cerilla. Traen el blanco y negro.

Hablo con una hermana por whatsapp. Me manda foto de unos niños a los que enseña y educa. En la foto un comedor, todos entre los cinco y los diez, ordenados, divertidos, bonitos. Niños. Con su móvil ha dibujado dos flechas sobre la imagen. En colores infantiles, apuntan: “Primera flecha se llama Manolo”, mi hermana cierra la frase con unos emoticonos que se mean de la risa. Entiendo que Manolo es divertido, de mearse. Manolito Gafotas. Pienso en llamar a un hijo Manolo.

He cenado con mi amigo belga. También con su compañera marroquí, y una amiga francesa de ésta. Me da la sensación de que la marroquí, que nació en Casablanca pero estudió y trabajó en París, se quiere más parisina, como su amiga. No lo consigue y eso es una suerte. Es sofisticada, pero es marroquí, lo son sus ganas de alegría, salvaje contraste con la francesa que cena a su lado, también con las holandesas que en otras mesas rodean, viernes de enero en Ámsterdam.

Los niños en el comedor y el niño Manolo que ríe, la marroquí alegre de la cena.

Las cerillas prenden, Delta de la Memoria.

Le digo a mi hermana que inshallah me hubieran grabado dando clases de inglés en mi verano de 18 años a una clase de 40 niños marroquíes en Errachidia.

Entonces mágicamente, andén 9 y ¾, por primera vez en una década, habrá sido decir inshallah el detonante, recuerdo.

Delta de la Memoria.

Recuerdo que una televisión marroquí me grabó dando clase. El canal era 2M, el equivalente a La 2 española. Me prometo desde mañana intentar hacerme con el video, si existe. Inshallah.

Recuerdo que grabaron mi clase, y que en algún momento me colaron a una voluntaria coreana que daba clase a los mayores para que interpretara un papel. Pretendía enseñar a los míos. Funcionó. Los míos y yo éramos una piña, éramos un club de los poetas muertos. A las 8 de la mañana sonaba el timbre que abría los estuches. Entonces, de pie sobre mi mesa, les cantaba ‘Un beso y una flor’. Gritaban, reían, intentaban cantarla, al final se la aprendieron. Después se calmaban y aprendían. A las doce flojeaban, y yo les despertaba: “¡Cantemos el himno!”. Y en aquel colegio sin puertas de Errachidia, el resto de los cursos, mayores todos, nos escuchaba hacer y también despertaba. Se levantaban en sus clases eufóricos y se unían al grito de guerra. Sus profesores, algo molestos con mis costumbres, no podían sino resignarse. Solo grabaron en mi clase.

Sigo una cuenta de Twitter que se llama ´Spectator Index´. Ponen constantemente listas, rankings, datos. Me encantan los datos. Una lista con porcentajes de población por país. Son el porcentaje que está dispuesto a luchar por su país (willing to fight for their country). Con el 94%, Marruecos es medalla de oro.

El Delta de la Memoria

En el prólogo de ‘Diarios’ encuentro una frase que me apunto para siempre. Habla del zeitgeist, otra de esas palabras que aprende uno cuando la ve vivir en ellos. La empecé a escuchar hace un mes de unos socios alemanes y ahora me acompaña inquieta.

El prólogo lo firma Miguel Ángel Hernández:

Vivir a destiempo. A contratiempo. “Sentir siempre que llego tarde”, escribe Laporte. Habitar en los márgenes del zeitgeist.

January 20th, 2018|Uncategorized|0 Comments

Riga

Vika Eksta

Foto de Viktorija Eksta (www.vikaeksta.com)

Estoy en Riga por razones que no vienen al caso. Estoy en Riga aprendiendo ruso. Siempre quise aprender ruso. Como vivo en inglés, cuándo me preguntan para qué cojones quiero yo hablar ruso mi respuesta es que ‘for no particular reason’, que es una forma maravillosa de salirse por la tangente, de evitar recordar al interesado que he dejado de cotizar durante un año porque me ha dado la gana y así se me ha ocurrido llenar las muchas horas que en un día sobran cuando las clases ya acabaron y no hay oficina a la que huir.

Podía haberme ido a aprender ruso a San Petersburgo, pero en San Petersburgo estuve cuando aún trabajaba, y mi último recuerdo quedó fijado en el despacho de una fábrica de preguerra. En aquel despacho estábamos el director de la fábrica y yo. Él en su sitio natural, yo en el que se reserva para los que vienen a dar por culo. Al lado del director se erguía una bandera grande y roja que también me miraba inquisidora. No me miraba la bandera, me miraba Lenin, cuyo retrato hacía de escudo sobre la tela, grande y roja. Pero Lenin, desde su bandera, poco podía hacer para evitar que el director y yo siguiéramos discutiendo de cómo fabricar más barato los limpia-váteres, tal era el cometido de la fábrica. Trabajábamos los dos, aún lo hace el director, para una multinacional, y no era precisamente el pueblo en lo que pensábamos cuando tijereábamos los costes de producción. Lenin, the good old Lenin, atendía silente desde la tela, y a nosotros solo nos faltaba limpiarnos el culo con su cara para ahondar en su fracaso.

Estoy en Riga porque se paga en euros, y viajar solo es más fácil cuando se paga en euros. Yo de Letonia no conocía nada, más allá de lo que pude leer en el vuelo de Air Baltic que me trajo desde Ámsterdam. Leí de su historia, que no deja de ser como leer sobre una ciudad que pasa de manos entre suecos, alemanes y rusos – Letonia tiene menos de 2 millones de habitantes. Y bajando. Eso es lo otro que aprendí en un artículo de Politico, que cuenta como, entre otras cosas porque se paga en euros, el país se vacía y los agoreros dicen que esto será un páramo allá por 2050. De momento quedan niños, por lo menos yo los veo, que a lo mejor son fantasmas, y quedan muchas mujeres, pero sobre esto volveremos.

Me interrumpe un amigo australiano que vive en Londres, se llama Elliott. Me aconseja que escuche, porque estoy solo en Riga, ‘Stranger in Moscow’ de Michael Jackson. Lo hago. Otra amiga, esta una española que a su vez vive en Australia, me pregunta que cómo es la gente. Yo pienso en mi amiga, que se llama Lucía. Va a ser madre en verano y deseo que lo que de ella salga lo haga con salud, el resto de la suerte viene de serie al tener por madre a Lucía, yo no me hago amigo de cualquiera.  Contesto:

“la gente es…gris, seria, entre depresiva y alcohólica y misteriosa”

Lucía elogia la descripción, y me hace saber que a ella le parecen igual. Yo no sabía que Lucía conocía a letones, pero quien más quien menos ha estado en Riga y no lo sabe.

Contesto a otra amiga. Se llama Céline, es parisina y vive en París, aunque yo la conocí en Suiza cuando empezaba a hacer sus pinitos en el mundo del dinero. Tras confesarme el éxito de la presentación que dio ayer a 300 franceses con traje – l’horreur!- sobre inversiones sostenibles, me pide con interés sincero que por favor le describa cómo es Riga. Describo:

“Riga está bien. Por alguna razón me gusta y estoy disfrutando…es una suerte de mezcla mágica de podredumbre y decadencia en edificios y gente y de belleza y brillo en edificios y gente…juventud y vejez… a la vez brazos caídos y ganas de levantarse.”

Yo esto lo escribo desde un café que nada tiene que envidiar al café más hípster de Ámsterdam – un espacio diáfano con mesas de madera y jóvenes con ordenadores de manzana. Estoy sentado frente a la ventana, a mi izquierda una letona habla por Facetime mientras en su otra pantalla diseña algo para la marca Chloé. Es guapísima. Tras la ventana, la calle, empedrada siglos hace, ahora atravesada por un moderno tranvía. Y al otro lado de la calle un edificio gris y en desuso, ventanas agujeradas y grafitis que hablan de que la felicidad es una elección y de que la gentrificación es veneno, aunque los artistas no saben lo que es la gentrificación pues aquí falta gente. Custodian el edificio dos solares vacíos, y en el de la derecha una pequeña llama se asoma virulenta desde un barril. Es el fuego que dos inmigrantes que vinieron de muy lejos encienden a las puertas de su chabola para no morir de frío. Una noche más.

Interrumpe mi momento impresionista un niño rubio y cabezón que corretea rebelde entre las mesas. Le ofrezco mi bolígrafo tontamente y no me lo devuelve. Lo doy por perdido. Llega la madre con su abrigo y el del niño, y con una sonrisa convence a este para que me devuelva lo que ya no es mío. Yo la miro a los ojos y sonrío agradecido, y otra vez quedo eclipsado por la belleza letona. Jamás anunciará esa madre un perfume en Navidades, mas sus ojos imantan más que cualquier modelo de renombre. Y como esa madre hay muchas más, aquí en Riga, que no se resignan al abandono y equilibran la magia trayendo luz y vida a las paredes agujereadas por el frío.

Y dejo en paz a Riga, dejo a Riga ser lo que quiera ser Riga, y vuelvo a lo que había venido al café, que no es otra cosa que escribir sobre energía y geopolítica. También por eso quiero aprender ruso.

January 12th, 2018|Uncategorized|1 Comment

La Muerte del CHULO

mafalda

Estatua de Mafalda, Campo de San Francisco, Oviedo

Caía la noche en Oviedo. Aunque para él la noche no caía, siempre le pareció aquella frase una soberana estupidez. Eso es una chorrada. La noche llegaba como llega la noche, de este a oeste. Esperaba sentado en el banco donde cada miércoles, a la misma hora, encontraba a Teresa. Semana tras semana desde hacía cinco años ella se acercaba, y sin mediar palabra le pagaba la parte que a él correspondía. Era casi toda. Sólo faltaba. Y es que era él quien la nutría de clientes. Acaso no es mío el trastero donde se la trajinaban. Esperaba en el banco, un banco de mierda, de mendigo, donde dormiría Teresa si no fuera por él. Que no quepa duda. Pero ese banco de mierda, de mendigo, a él le gustaba. Le gustaba porque miraba hacia el sur. Desde hacía tiempo él procuraba hacer las cosas serias orientado al sur. De los mares del norte nunca viene nada bueno, le susurró su abuelo, pescador alcohólico y mutilado, antes de apagarse. El puto abuelo se las sabía todas. Pero no sólo por eso le gustaba el banco. Estaba obsesionado, y Teresa nunca entendió el porqué. A santo de qué que iba yo a explicarle nada.

El banco, de mierda y mendigo, cumplía con su abuelo, pero también con sus recuerdos más limpios y blancos. Los putos sueños. Y es que en el banco sólo había sitio para uno, pues la otra mitad la ocupaba una estatua de Mafalda, la de Quino, un reclamo turista de la vetusta Oviedo que atraía eso, turistas, y a todas horas, y por eso Teresa no entendía porque pagarle ahí su vida. Aquel sitio estaba expuesto y, a fin de cuentas, ella era una puta y él su explotador. Pero para él ese banco era ritual. Miraba hacia el sur, cumplía con su abuelo, alcohólico, mutilado y pescador, y rendía honores a Mafalda, no la de Quino sino su primer amor que también así se llamaba, esa chica que conoció en aquel verano adolescente en la playa de Vega. Esa Mafalda sí era guapa a rabiar y no la puta estatua. Pero en aquel otoño que siguió al verano Mafalda le haría trizas, y él no necesitaría más de las palabras de su abuelo, pescador mutilado y alcohólico, para saber que los mares del norte solo le traerían dolor.

Pero no era momento de recordar. No es momento. Ahora estaba trabajando y era un día especial. Había venido a cumplir con Teresa, con su parte del contrato. Un contrato nunca firmado ni acordado, pero así es el negocio de los cuerpos. Cuando se compran y venden cuerpos sólo vale la palabra. Nos ha jodido.

Estaba en el banco y Teresa tardaba. No era novedad, anda que no se hace esperar la ramera, pero justo esa noche la esperaba pronto. Incluso llevaba consigo una botella de champán pequeña – Teresa tampoco merece tanto – y dos vasos de plástico de los que usaban algunos clientes, los casados, que se empeñaban en limpiarse los dientes tras lamer a Teresa, Irma, y las demás. ¡Qué ya hay que ser cerdo para pasarles la lengua! Si supieran que el agua del trastero donde las empleaba era fría y por ello apenas se duchaban… Esa noche era especial porque era la última de Teresa, o la última en que quedarían en ese banco y Teresa le daría su parte antes de volver a seguir con su tarea. Tarea fácil. Por eso no entendía cuando se quejaban. Mira los peones de obra les decía, acaso quisieras eso les preguntaba. Nunca había respuesta, y el que calla otorga. Pero sería la última noche de Teresa sólo si ella quería, esta vez podía elegir, y quizá se quedaba, porque a ver a qué se va a dedicar ella si no sabe hacer otra cosa que dejarse follar.

Esa noche dejaba a Teresa libre, o por fin Teresa termina de pagar su deuda. Cinco años le había costado. ¿Cuántos clientes? ¿Cientos? No claro, serán miles, si un año tiene 365 días y ella sólo libra diez. Diez días que por otra parte solían ser para pasar por chapa y pintura. Algunos clientes, que son muy rudos. Pero él se los contaba como vacaciones. ¿Acaso no son las vacaciones para aliviar las heridas del trabajo? Claro.

Esa noche, además de brindar con la Teresa más agradecida, quería hacerle entrega de su pasaporte. Será libre, podrá volar. Y en la espera él suponía que Teresa aparecería llena de nervios y felicidad, y le abrazaría por haber sido tan buen jefe, por haberle dado una vida. ¡Y encima en Oviedo, qué podía haber estado en cualquier motel de Almería, qué horror! Bueno. Si que iba a devolverle su pasaporte, pero también los billetes esos rumanos que la acompañaban cuando aquellos rusos se la vendieron, billetes que probablemente ya ni valdrán. Pero se los iba a dar también, y es que pensaba que a Teresa le haría ilusión volver a tenerlos, y al verlos valoraría aún más lo que él le había dado, que era todo. Incluso había envuelto sus enseres en papel de plata. No tenía nada mejor a mano, y total, el detalle es lo que cuenta.

Pero Teresa se retrasaba, y él empezaba a mosquearse. Justo hoy que cierra la deuda y va ella y me hace esperar. Quién sabe, quizá Teresa apura con un último cliente para darme más parte como agradecimiento. Quizá es esa la forma que tiene de mostrarme gratitud. Pobre, qué habría sido de ella si no me hubiera encontrado a mí. Algo tal vez, en realidad tampoco sabía él tanto de Teresa y de su anterior vida en Rumanía, o donde fuera. Tampoco estaba seguro de que fuera rumana, así que abrió el envoltorio y luego el pasaporte para cerciorarse. Sí, era rumana.

Y cuando recogía de vuelta el pasaporte y los billetes viejos en el papel de plata oyó un ruido que llegaba desde detrás del banco. Porque los ruidos, como la noche, también llegan. Quiso girarse, pero no podía ladear su cuello, qué raro, y entonces vio, en la oscuridad, una mancha en sus pantalones. ¿Acaso me he meado encima? Encendió la linterna de su móvil, ese grande y moderno que sus chicas le habían pagado con sus piernas. Y cuando alumbró precisamente sus piernas, las de él, se estremeció. No era pis sino sangre, y tanta que bajo sus pies se formaba ya un charco como de lluvia de color púrpura. Entonces se estremeció. ¡Joder! ¡Me estoy muriendo! Y apareció Teresa. Caminaba tranquila y sonriente, y llegaba de frente, mirando hacia el norte y con una sonrisa extraña, forzada, con los clientes sonríe diferente. Y se acercó hasta casi pisarle y aunque él quiso no alcanzó a preguntarle nada. Teresa cogió la botella el champán pero dejó los vasos. También cogió el pasaporte y los billetes, todos menos uno, en el que escribió en rotulador rojo CHULO. Y dejó caer el papel sobre el banco, y sobre las piernas ensangrentadas, y el papel tiñó. Y ella marchó.

 
Él, inmóvil, no pudo hacer nada salvo morir desangrado, y cuando cerraba los ojos por última vez vio como llegaban desde el cielo su abuelo y Mafalda su primer amor. Porque la muerte, como la noche y como el ruido, también llega. Y le agarraron con violencia del cuello, y le dieron la vuelta y en volandas le llevaron hasta la playa de Vega, y desde la noche y sonriendo ellos, Mafalda, Teresa y su abuelo, alcohólico, pescador y mutilado, lo lanzaron fuerte hacia los mares del norte.

 

November 5th, 2017|Uncategorized|0 Comments