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Él no quería salir

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Fotografía: Wendy Ramassamy en Brooklyn, 2017

 

[El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.]

La insoportable levedad del ser, Milan Kundera (Ed. Tusquets)

Hubo un momento en el que su vida tuvo un sentido. O más bien su muerte, o lo que entonces él pensaba que le quedaba de vida. Era poco. Se empañaban los cristales, la falta de oxígeno les adormecía. Él dejó caer su cabeza sobre los pechos de ella, siempre lo hacía, y con los ojos sintió otra vez el roce de sus pezones fríos. Esos pezones marrones que eran los mejores pezones del universo, de todos los animales incluida ella. Eso le aseguraba él, a veces lo gritaba para hacerla reír. Y entonces los besaba y ella cerraba los ojos de placer. Hubo un momento en el que su vida tuvo un sentido. Pero se abrió la puerta, y tuvieron que salir.

A él Brigitte le había seguido hasta Sicilia. Él era un fugitivo, sin nombre y sin patria. Ella tenía nombre; unos documentos falsos que él nunca quiso ver y el desparpajo suficiente para que pudieran arrancar allí. Qué arrancar, allí ellos llegaban a triunfar, hacerse con la isla, embaucarlos a todos. Necesitaban un coche, eso, y en eso estaban de acuerdo, era lo primero tras aterrizar en Catania. En autobús les podrían reconocer, y tardarían horas en moverse entre pueblo y pueblo. Y luego estaba el cómo transportar los fardos. No, no, ir en autobús no era una opción.

Ya en el aeropuerto, ella entró a alquilar el coche en la agencia más inhóspita que encontraron. Era un negocio regentado por sicilianos y así dedujo que no habría problema alguno. Brigitte era mulata. Tenía el pelo largo y negro y los ojos arqueados, unos círculos negros todo pupila donde quien miraba arriesgaba caer en el abismo. Era hermosa y exótica, inalcanzable a los ojos de los isleños, que se plegaban a lo que ella pidiera sin pedir de vuelta. Si alguien podía conseguir casa y coche sin firmar un papel, esa era Brigitte. Él esperó fuera leyendo La insoportable levedad del ser de Milan Kundera. Se lo sabía de memoria, y no porque le gustase, que también, sino porque era el libro que siempre tenía a mano para ocultarse, para pasar inaperçu, como gustaba de susurrarle a Brigitte. Si escondía su cara tras su sombrero y su libro nunca nadie le prestaba la suficiente atención como para descubrir su identidad. Si a su lado estaba ella, podía ir desnudo o disfrazado que nunca existiría.

Salió Brigitte de la agencia sonriendo mientras agitaba las llaves del coche en su mano. Al pasar a su lado golpeó su sombrero y él se incorporó de un salto y la siguió de la mano. Se dirigían al coche. Era un Fiat Punto mayor que ellos y ellos no eran jóvenes. Ella se lamentó. Había imaginado a ambos en un descapotable verde oliva, sombreros de Panamá, gafas de sol. Su mano en el muslo de él, la de él al principio de sus piernas, primero lento y luego fuerte, mientras no pierde de vista la carretera. Pero era un Fiat Punto de cierre manual y sin radio. Qué se le iba a hacer pensó Brigitte.

Se subieron al coche y arrancaron. Se dirigían hacia Noto, al sur de Siracusa. El coche no tenía aire acondicionado y Brigitte veía el mar a su izquierda y pensaba en lo mucho que gozarían de un baño rápido. Iban bien de tiempo, los colombianos podían esperar. Se lo comentó a él y acordaron tomar una carretera secundaria que avanzaba titubeante al costado de la playa de Fontane Bianche. Sabían los dos que ir a una playa concurrida les exponía demasiado. Prestarían atención y tomarían algún camino de tierra que les dejase en alguna roca solitaria desde donde poder saltar al mar. El primer desvío que salió a su paso les pareció demasiado arriesgado. Se divisaban al fondo mástiles de barcos pequeños y grandes. Aquello no era buena idea. Siguieron conduciendo.

Brigitte estaba enamorada y acalorada a partes iguales, y se lo hizo saber. Bajó su cremallera con una sacudida firme de muñeca, y con la misma fuerza le agarró, tanto que por poco él no pierde el control del vehículo. Así las cosas, pensó él, mejor era apartarse en cualquier camino, llegara donde llegara. Y así hicieron. Tomaron el segundo desvío y siguieron recto. De no frenar saltaban sin control hacia el azul, pero entonces una valla les detuvo. Era una valla alta, peinada con alambre de espino. Demasiado para saltar. Pero no aguantaban más y aunque tenían calor ya se les había olvidado el baño, tanto era el deseo que se tenían, tan fugitivos se sentían, tan desconocidos y con todo por ensuciar en aquella isla. Salieron del coche. Él era alto y poco ágil. Ella tampoco era pequeña. Los asientos delanteros del Fiat Punto eran los únicos asientos. Los separaba del maletero una reja como de patrulla policial, lo que le confería al habitáculo trasero unas dimensiones óptimas para la cópula. También para la cópula. Salieron del coche y se desnudaron. Volvieron a entrar por el maletero. Él se tumbó boca arriba a regañadientes, sobre los fardos. Nunca le gustó mirar desde abajo. Ella se puso encima tras bloquear la puerta trasera del Fiat Punto con su sandalia. Lo último que querían era quedarse encerrados en un maletero en ese infierno estival. Pero con el brusco movimiento de ella el zapato cedió y la puerta se cerró. Entre gritos y jadeos lo desoyeron, y por tanto terminaron ambos, casi ahogados, y no se dieron cuenta hasta que el sudor y el calor se hicieron insufribles y las ventanas se empañaron todas. Entonces ella se giró y no hizo falta que dijera nada. Estaban encerrados. Las llaves estaban fuera. Los móviles también, aunque tampoco a nadie podían llamar.

Al principio no mostraron preocupación, era un Fiat Punto pensaron. La puerta se abriría con un golpe certero. Pero las fuerzas flaqueaban y habían consumido casi todo el oxígeno del que disponían. Las ventanas estaban empañadas y sudaban demasiado. Tanto que sus pies resbalaban, que apenas podían moverse con sentido. Y la puerta ignoraba sus golpes. Y pasaron los minutos y ella comenzó a llorar en silencio. Y él siguió intentándolo hasta que no pudo más. En realidad hasta que no quiso más. Él no quería más de la vida. Le parecía el mejor epílogo – casi una bendición – el dejar de respirar junto a Brigitte manchado de Brigitte. Bajo aquel techo, bajo aquel sol. Incluso la idea de que sus cuerpos se descompusieran juntos le arrancó un último esbozo de sonrisa. Claro que no se lo dijo a ella. Ella quería salir, quería seguir.

Pero entonces y sin aparente explicación,

se abrió la puerta.

Cuando pienso en escribir

Mapa

 

Kaixo! ¡Y descorchamos!

Salgo a las cinco de la tarde un día entre semana. Mis empresas pueden vivir sin mí. Cojo la bicicleta, extensión verde de mi espalda, y me dispongo a recorrer esa autopista que es Kinkerstraat, dirección centro de Ámsterdam. He quedado con una vieja amiga. A decir verdad es algo más que una amiga. Nuestros padres nos bañaban juntos de pequeños. Supongo que por ahorrar agua. Ella ahora es rica y vive en Londres, y ha volado a pasar el día supervisando las obras de un futuro club muy club de artistas pretenciosos. Esto no lo sé hasta que la veo y me lo cuenta, pero cuando nos despedimos cierro la puerta de su UBER con la promesa de conseguir carnet. Si no valgo para escribir por lo menos echaré unos largos en la azotea junto a los que sí.

Kinkerstraat es una larga recta flanqueada por comercios de todo tipo y ninguno sofisticado que une mi chalé en el oeste de Ámsterdam con el centro de la misma. En las pedaladas por Kinker uno piensa en escribir, y va armando un texto mientras adelanta a dos policías mujeres que van en bicicleta. Mi generación, esa a la que le metían supositorios de biodramina por el culo en los noventa, ha crecido cortada con series americanas de sábado por la mañana. Una de ellas, quizá la mejor, era Pacific Blue. Pacific Blue contaba las locas aventuras del departamento de policía de Santa Mónica, donde iban todos en bici, eran todos guapísimos. Yo cuando pienso en escribir y me topo con la policía a pedales de Ámsterdam tomo aire, yergo la espalda y adelanto, por el desfiladero izquierdo que deja el carril, a velocidades que considero de vértigo. Es mi pequeña travesura del día, y la acometo pensando en qué escribir.

Una de las cosas más animosas para pensar en escribir es ir al cine. Ver una película. Ayer fui al cine del barrio, con mi vecina y amiga del barrio. Es un cine tan hípster que no ponen palomitas, y por ello les odio, pero está tan cerca. Ella tiene nombre de diosa nórdica. Se llama Freya y aunque sí es rubia, también es belga y pequeña. Y sorda de un oído, el izquierdo. Soy tan amigo que he desarrollado automatismos y sin pensar, en bici o a pie, o en el cine, me sitúo a su derecha. Por eso cuando veíamos la película podía explicar que ese juego de cartas que aparecía en pantalla es el mus, y que todos nos dedicamos a ello al entrar en la universidad. Veíamos una película española, Tarde para la Ira, que en el cartel del Filmhallen de Ámsterdam se llama The fury of a patient man. A Freya la película le gustó. Yo me callé, y pensé que ojalá algún día vea una película española donde los personajes y la trama sean elegantes, algo así como lo que hace Sorrentino en Italia, como el cine francés. Tengo la sensación de que a los españoles en nuestro cine nos proyectan siempre con ojeras terribles, en bares de barrio, con vidas insatisfechas y mediocres. No hay dos Españas si no miles, y muchas de ellas jamás salen en pantalla. Lo dice David Trueba en El País, hablando de los males y bienes del turismo. Es su forma de desmontar esa falacia de las dos Españas, la solución binaria a todos los problemas. Rojo o azul, siempre rojo o azul. “Mientras llega el día en que comprendamos que un país es un ente complejo que nunca saciará el gusto de todos…” Por cosas como esta me cae bien David Trueba y me gustaría tener 30 años más para compartir café con él y con su amigo Javier Cercas, y sentarme detrás en el coche volviendo de Ibahernando, mientras el primero le habla al segundo sobre el amor y su divorcio (El monarca de las sombras, Ed. Random House). Me cae bien por esto y porque justo hace un año celebré mi cumpleaños cenando en el Ritz, y con la tripa llena nos fuimos a tomar una copa a un bar farandulero de Madrid. Era un miércoles, y en el bar estaba David Trueba con algún otro de la tele. Y se le veía agradable, buen conversador, buen bebedor.

Me voy acercando a mi amiga, y sigo pensando en qué escribir. Me acuerdo entonces que en tres horas viene a mi casa Marcela, una colombiana que me quitó el hipo un sábado. Me sorprende que se haya interesado en mí, pienso que va a ser verdad que los holandeses son un coñazo y pésimos amantes. No ha sido fácil convencerla. Es tres años mayor y se mostraba reacia a tomar vinos con un baby. Por suerte le he mandado un artículo sobre la relación de Macron y su esposa.

Ha funcionado. Acaba de tocar el timbre. No pensé que utilizaría a Macron y Brigitte tan pronto en el tiempo.

Vive la France

Una final de Champions

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Hay pocas cosas tan difíciles como escribir de fútbol, del Real Madrid. Me hice adolescente con las crónicas de Segurola en El País. Ahora en ese mismo periódico leemos las de Jabois. Son menos científicas, menos sosegadas. Son como una paja rápida, de igual modo efectivas. No voy a escribir sobre el partido. Voy a escribir la final de Champions.

Somos cinco madridistas madrileños con entrada para Cardiff. A los cinco nos cuesta poner en valor lo que significa ser eso, madridistas de Madrid. Nos preguntamos en qué momento puede haber niños que renuncien a la vida ganadora teñida de blanco, y es que la vida es más grata siendo del Madrid, te asegura dosis de alegría injustificada de forma recurrente, a veces todos los días si uno lo tiene muy presente. Ser del Madrid es apuntarse a Darwin.

Nos hospedamos en una casa familiar en Bristol, un airbnb cuya dueña fue recelosa sabiendo la que se venía encima. Yo ahora soy receloso a casarme con una inglesa, pues si cierro los ojos puedo oler desde Ámsterdam la moqueta de la escalera de ese hogar familiar inglés, ese olor a perro mojado que lo cubre todo, los pelos extranjeros en las camas, las manchas blancas allí donde se va el agua de la ducha…

Bristol es una ciudad interesante, parece el escenario de una película futurista donde todo se ha ido a la mierda. Es la ciudad de Banksy. Está manchada de grafitis con más o menos gracia, de jóvenes inglesas con pelo azul, de mendigos con edad de bachillerato pidiendo spare change. Nuestro grupo lo formamos cinco hombres de entre 40 y 26 años. Estamos lejos de casa y el plan es el fútbol, así que nos olvidamos de que hay otro sexo y sacamos nuestra versión más absurda y primitiva. Es un desahogo anacrónico en los días de sobreinformación, de Twitter. Apenas saco el móvil para inmortalizar las gamberradas. Esos videos a mis nietos les hacen gracia.

Uno de los cinco merece un libro, quizá algún día lo tendrá. Vive en Dublín, llorando por las esquinas con su cerveza y sus porros porque él quiere estar en Madrid, en la cancha del Mazo, allá donde quema feliz toda su salud y sus neuronas, neuronas que no deben de tener fin, pues a nadie conozco tan autodestructivo y a la vez tan lúcido. Tan lúcido que odia a todo y a todos. Su ideología es confusa, más allá del odio al status quo. A veces parece comunista, otras falangista, las más parece un loco que tiene la verdad. Llega a Bristol con una bandera carlista, la del Sagrado Corazón, que acojona un rato largo. Él no es carlista, pero le gusta tomarse la vida en serio, escupir frases y gritos sin sentido. ¿O con él? Así, cuando bebe que es siempre, gritamos sus cánticos del fútbol: Siempre carlistas siempre madridistas, los Borbones a los tiburones, lo llaman democracia y no lo es.

El viernes noche salimos por Bristol. Entramos en un antro donde no alcanzamos a entender si todo el mundo está drogado o los ingleses son así. Ellos son enclenques y visten pantalones pitillo, se caen al final de la noche, rompen vasos contra el suelo y no dejan de reír. Ellas están sobradas de kilos que enseñan igual. Beben y también caen con estrépito. No sé si cuando votaron por el Brexit se pararon a pensar si acaso se les puede dejar solos… Nosotros no sabemos beber tanto. El amigo lúcido saca de su abrigo un spray de pintura negra y como un niño chico, mientras flotamos hacia casa, adorna las paredes de Bristol pintándoles un mensaje que quizá los locales no entienden: Gibraltar Español.

El sábado tomamos el tren los cinco hacia Cardiff. Uno de nosotros se ha dejado un SMI en llegar desde Madrid. Tomó dos aviones para llegar a Bristol, haciendo una parada de dos horas en el aeropuerto de Mahón. Como lo cortés no quita lo folclórico tuvo a bien comprar un queso y una sobrasada, y una botella de ginebra Xoriguer, la de las pomadas. Así nos impregnamos de la verbena balompédica y nos preparamos bocatas y pelotazos en vasos de litro, loamos a Mijatovic y les reímos las gracias a los toreros. En las finales del Madrid siempre hay individuos disfrazados de torero y de guardia civil. El arte y el poder siempre fueron de blanco.

En las calles de Cardiff el ambiente es de final. Esto quiere decir que hay miles de italianos y españoles con una cerveza en la mano. Constantemente se abrazan, no hablan si no es para cantar. De las excepciones vive el hombre, y también las hay. Hay italianos con dientes comidos por la droga, el pelo corto, las camisetas negras y muchos tatuajes. Yo siempre temí a los hombres con tatuajes, así que me hice cinco para ver si así transformaba en ser temible. Me doy cuenta de que jamás lo conseguiré cuando todavía faltan horas para el partido. Estamos en una esquina frente al castillo de Cardiff. Hay mucha gente y a ratos luce el sol. Estamos apostados en la puerta de un pub haciendo equilibrio entre saltos, gritos, y tragos largos de cerveza. La mía se termina, y como aquello es un macrobotellón de Granada dejo caer mi vaso con la mala suerte de que nunca fui de apurar los últimos tragos de la cerveza; saben a pis. Mi vaso de plástico cae y el poco líquido que queda va a parar a la zapatilla de un madridista con camiseta negra, tatuajes y la cabeza pelada. No por calvo, pues los calvos también lo son por pensar, sino por idiota. Le he dado la excusa a un becerro para montar su numerito delante de los colegas ultras. Le da igual que seamos miles de personas en una baldosa, que no le haya mojado el móvil sino la punta de unas zapatillas. Aún le da más igual que yo sea de su equipo. Que él sea de mi equipo. Se me acerca y en cólera me grita cinco veces que soy un maricón de mierda. Aún me estoy secando su saliva inocua. No se me ocurre un insulto menos ofensivo que maricón de mierda cuando el receptor no es ni homófobo ni gay, pero me cuido mucho de no compartir mi apreciación. Le pido perdón tantas veces como él me insulta. No está satisfecho. Me pregunta que qué hace conmigo, que si me da una hostia. Agarro el brazo de mi amigo el de la merienda menorquina, que ese no necesita de tatuajes para ser temible y empiezo a ver que va a contestar. Le digo que no hace falta y pasamos a otra cosa. A los cinco minutos el mismo oligofrénico y sus amigos, a pesar de ser muchos, lanzan en la distancia latas de cerveza a un grupo de tres italianos mansos, que les contestan retándoles. El madridista machote y su rebaño no se acercan, quizá después de todo no sean tan brutos, y dejan las exhibiciones de matonismo para cuando algún desaprensivo les escupa sin querer. ¿O no fue sin querer?

Entramos en el estadio, que es cerrado y con enormes carteles que piden no fumar. Hay unos sesenta mil hombres italianos y españoles, aquello es un submarino. A los jugadores les vemos lejos, vestidos de morado – el blanco del Madrid conoce muchos tonos -, nerviosos y seguros. Nerviosos por que empiece cuanto antes. Seguros de que van a ganar. Nuestras entradas están en la ultimísima fila del estadio, y los casi doscientos euros que hemos pagado se quedan en nada cuando los dos hermanos turineses ya jubilados de nuestra derecha nos confiesan que han pagado dos mil por entrada. No les pesa, quizá sea la última final de su Juve que puedan ver. Cuelgan con nuestra ayuda una sábana en la que han escrito Ciao Mama. Uno no puede evitar sentir pena por esa pobre madre de 90 años que estará mirando la pantalla con el ceño fruncido intentando reconocer a sus hijos. Las cámaras nunca llegan tan arriba. Casi es mejor. Debajo de nosotros tenemos un grupo de otros cinco madridistas, de los que sobresale uno que duerme hasta el primer gol del Madrid. En el descanso, este señor, que es igual que el cantante de Pereza, se va a vomitar, y los amigos me explican que antes de entrar al avión a las seis de la mañana apuraba su sexta cerveza. Y por eso no me extraño tanto cuando a falta de diez minutos para que termine la final el amigo de Pereza exclama que los del Madrid van de morado, que no jodas que no se había enterado. En fin.

 

POWER TO THE PEOPLE?

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POWER TO THE PEOPLE? Así grita y pregunta el póster de Sarah Maple. Fue un regalo de la Krosboch Gallery en Ámsterdam. Sarah Maple, inglesa, había pasado un par de semanas exhibiendo su trabajo y quizá también vendiéndolo, no lo sé, en aquella galería en Jordaan, un barrio de Ámsterdam que también es el barrio mejor del mundo. Un conjunto de calles medio vacías que en otro tiempo eran habitadas por figurantes de Oliver Twist. Pero esto no importa. Lo que importa es que en aquella galería no eran buenos, no son, con los planes de negocio (los business cases) y fallaron en estimar el éxito que tendría Sarah. No se percataron ellos, holandeses, de las calles medio vacías. Por eso en fin acabé yo en la bici con el póster de Sarah Maple, diez de ellos. La señora de la galería había impreso tantos pósteres que no sabían dónde meterlos. Yo me los llevé porque no entré solo. Entré del brazo de una hamburguesa, una chica de Hamburgo no especialmente delgada que había viajado a ser amante dos días. Por hacerme el guay (el cool) me llevé una docena. Seis nuestros. Otros seis me los llevé por caridad. Me comprometí a custodiárselos al estudiante argentino que curraba de repartidor de Foodora en domingo y pasaba por allí. Apunté mal su número. Desde entonces recuerdo ese día como el día en que dejé de hacer un amigo.

De aquella docena de pósteres tres se los llevó un amigo que vino también a por lo suyo escapándose de su novia, de Suiza, y yo me quedé con nueve. Tiré ocho. El único que sobrevivió lo colgué en un clavo oxidado que pedía auxilio en una de las paredes de los salones. Tengo dos salones. Más tarde lo mandé enmarcar. Agujereado por el clavo oxidado, lo colgué en la terraza. La terraza es alargada y estrecha. Se accede por la cocina. También por el dormitorio. En un primero, la terraza se abre a la parte de atrás, al patio trasero. Un patio extenso donde los árboles esconden el final. Lo forman, el patio, jardines holandeses, nada ordenados pero muy vivos. Son los jardines de los vecinos que viven en bajos. Son jardines que utilizan diez días al año, cuando el perenne invierno da un respiro. Frente a mi terraza esos jardines salpicados de árboles altos que nadie quiere talar. A mis lados los vecinos, sus terrazas, que se pierden en un triángulo, pues no vivo en una manzana. Es una suerte de triángulo isósceles. Mi terraza vigila desde la base del mismo.

Pero volvamos al póster.

POWER TO THE PEOPLE?

Con esa pregunta atiza. Es una pregunta a priori graciosa, una pregunta que vista por vez primera hace a uno sentirse inteligente, vivo. La repasa uno en su cabeza y dice ajam en silencio, pero nunca termina de contestársela. Es una pregunta incómoda, es una pregunta. Por eso, entiendo ahora, por eso tantos pósteres se quedaron sin recoger. Por eso también el argentino me dio mal su número, sabiendo que también él renunciaba a un amigo.
Por eso, eureka, un día la enmarqué, protegiéndola, poniendo un cristal entre ella y yo, y la moví a la terraza, donde no me miraba, donde solo me golpea en la espalda cuando fumo. Los que si se la comen, la pregunta, son mis vecinos. Y los árboles y plantas silvestres que a modo de aviso, frente a la pregunta, no dejan de crecer, como queriendo imponerse, queriendo el poder.

POWER TO THE PEOPLE?

Priscilla

Priscilla

Priscilla en Himachal Pradesh

Kaixo, ¡y descorchamos!

Llevo décadas, casi medio siglo, queriendo escribir sobre Priscilla. Hoy lo hago. Mitad por devoción mitad por obligación. Se acerca ella a la vejez – ¿será, llegará a vieja Priscilla? – y  de pronto un biógrafo la pone en su mirilla. Quiero ser el primero, el primero en escribir de ella. Ser el primero en las cosas de la vida suele estar bien: el primero en la cola del supermercado, la primera bici en un semáforo que cambia a verde, la primera persona en darle un tortazo a Artur Mas. Lo merece como lo merecía Victor Frankenstein.

Priscilla es argentina. Es pequeña, atlética, guapa quizá. Tampoco importa. La conocí en Nueva York. Contaba ella 27 y por ende nada puedo contar sobre su infancia, sus años adolescentes, sus padres y su ciudad, Tucumán, esa pócima en fin que alumbró una mujer interesante.

La conocí una noche que fue de iniciación en un barrio de Brooklyn. Era un edificio extraño, en el piso o en el loft, lo que fuera, de unos amigos. La puerta 1L, 1Love escribió alguien. En aquella puerta descargaría los fines de semana. Era una residencia que juntaba de todo, becarios en Manhattan adictos a las tensiones de visados, cocineros excéntricos, niños ricos que jugaban a ser artistas, fotógrafos de provincia que comían una vez al día. Esa noche iniciática yo llegaba excitado después de una semana de aire acondicionado, comidas solitarias – siempre una puta ensalada – y 24/7 de noticias sobre la rabia de Baltimore en las pantallas de CNN que decoraban mi oficina. Tomé dos copas y me entusiasmé. Bebíamos y charlábamos cinco o seis en círculo en un salón de igual forma dispuesto. Cada cual jugaba a proyectar más misterio, más encanto. Priscilla estaba a mi derecha. Unos aparatosos brackets cubrían sus dientes. Eran brackets blancos en unos dientes grandes en una sonrisa aún más grande. Brackets que se ven a la legua. Pero yo no los vi. O los vi pero no los miré. Así que por llevar la conversación a terrenos más amistosos tuve la inocente ocurrencia de hacer una proclama incendiaria en contra de la gente con brackets. Asqueroso es lo mejor que salió de mi boca. Yo llevé aparato tres años que fueron eternos. Así que hablaba con rabia, como se refiere a los obesos un gordo que ha dejado de serlo, como un sanado habla del yonki, un autor de su libro. Priscilla me debió llamar la atención sobre su boca con suavidad, y me trató de hijo de puta sin perder esa sonrisa perdonavidas. Yo coronaría mi actuación al término de esa misma noche, dándome besos con una chica de Minnesota con brackets de colorines, intentando no abrir los ojos para no ver los aspavientos burlones de Priscilla.

Desde entonces Priscilla se convirtió en una amiga necesaria, una suerte de madre para los que éramos nómadas. Priscilla sobretodo cantaba, a eso se dedicó con éxito en el hemisferio sur, y en Nueva York cantaba aunque no vivía de eso, pero vivía bien, haciendo otras cosas, siempre en la legalidad, al menos la moral. De la voz de ultratumba que tenía hacía gala a todas horas, siempre que era necesario, en la alegría colectiva de una fiesta pero también al caer la noche – en habitaciones cerradas con plantas silvestres y aromas de polvos. Recuerdo un sábado; una fiesta de verano en un ático, un roof cualquiera de Brooklyn. Había quizá mil personas, dj, sol, piscinas de agua. Aun así esos jóvenes no terminaban de pasarlo bien. Era muy pronto, hacía mucho calor, apenas había alcohol. Priscilla observó la situación y atisbó al dj. Entonces se acercó y éste sacó un micrófono de una bolsa como Mary Poppins saca un paraguas de su bolso cuando llega el diluvio. Acompañando la música, Priscilla empezó cantar gritando onomatopeyas. Y levantó a mil personas.

Priscilla era de esas mujeres a las que continuamente acuden otras mujeres a encontrar consuelo para sus penas, comprensión, una palmada en el culo con tensión eléctrica para tirar hacia arriba. Ni siquiera eran peroratas largas. A la cantante le hacían falta una, dos frases, para echar paz sobre cualquiera. Priscilla miraba con calor. Y los que compartíamos tiempo con ella nos despedíamos como arrugados después de unas termas, satisfechos tras una comida familiar que ha ido bien, liberados por el confesionario. Con personas con menos magia se han construido importantes religiones.

Priscilla no era santa, ni siquiera sana, pero en ella había una autenticidad que eclipsaba. Manejaba las palabras y los tiempos, y no necesitaba criticar para ser justa. Y es que una descripción objetiva, contundente, es más elegante que el insulto, y no reviste maldad. Podía leer a la gente porque, como los gitanos, vivía en un continuo viaje exploratorio.

Sigue viajando. La última vez que la vi fue hace dos años otro verano en Zúrich. Estábamos en un parque con una niña rubia que debía contar seis años. Jugábamos con ella, le comprábamos helados. Esa niña rubia algún día será adulta, y durante tres años la habrá educado una cantante argentina gitana sana almas. Un huracán. Solo puede salir bien, habrá que estar atentos. Ahora Priscilla está en Himachal Pradesh, en el norte más norte de la india, al sur de Cachemira. Me explica que hace tres meses en California decidió que tenía que hacer algo por el mundo, y que un documental pecaba de elitista. Está en la India escribiendo una película. A mí me quedan sus fotos, sus stories en redes sociales. Lo divino no quita lo millenial. En esos cortos documentos la vemos igual, con la misma fuerza, disparando paz con los ojos. Esa es Priscilla.

Yo termino de escribir esto y vuelvo a trabajar el análisis, los datos, las insospechadas correlaciones. Abro Spotify y observo aterrado que una canción de Taburete se ha escuchado un millón de veces más que La Parte de Adelante de Andrés Calamaro. Que Dios salve a los que vienen por debajo. En tiempos de oscuridad, son necesarias más Priscillas.

Todo lo que es ingrávido

ingravido

Noche en Benicassim, Castellón, España

 

Kaixo, ¡y descorchamos!

Hace unos días se hizo la madrugada en el mirador. El mirador se encuentra en Las Playetas de Bellver, en el término municipal de Oropesa. Hacia el este se expande el Mediterráneo, hacia el sur la bahía de Castellón, una playa de kilómetros separada de la montaña por una hilera de edificios sin fin. Los amigos quemábamos adolescentes el verano fumando en el mirador, que compartíamos a regañadientes con las parejas de románticos, que dejan su huella en forma de pintadas sobre los bancos donde se besan, a cada cual más cursi. La última, dirigida a una Vanessa, decía así: ¨Se me para el mundo cuando nuestras narices se rozan”. Quiero pensar que Vanessa se emocionó al verlo, y correspondió a su pareja, a él o a ella, con sexo furtivo en el Seat Panda bajo la luna de sangre que toma las noches para colorear nuestro aburrimiento.

Pasábamos las horas en el mirador. Frente al mar cuando las grúas se fueron, dándole la espalda cuando el boom inmobiliario, observábamos desconcertados las grúas que transformaban impávidas lo que era monte en un paisaje desordenado de mansiones coloridas. Ese monte lo quemaron un invierno con precisión matemática. Sobre las cenizas se abrieron paso las hormigoneras. Eran los tiempos de San Carlos Fabra en Castellón, de Marina D’Or Ciudad de Vacaciones qué guay, cuando todo era sólido.

Todo lo que era sólido es un libro de Antonio Muñoz Molina. Es un retrato sin prisas y certero de todo lo malo que hemos hecho los españoles con España en las últimas décadas, con especial hincapié en aquellos días en los se alcanzaba antes el apartamento en la playa picando de albañil que estudiando una carrera, cuando enriquecía más ser concejal de urbanismo en el pueblo que montar un chiringuito, dar de comer, crear valor. Antonio Muñoz Molina observaba aquellos maravillosos años desde Nueva York. Y por eso mismo, por la distancia que le separaba del ruido, observaba mejor. Y es que aunque joda, no entiende mejor el país el de dentro sino el de fuera, aquel que se limita a observar sin formar parte, el que puede comparar lo que ve con lo que vive.

Esa es, justamente, mi suerte, y tras haber leído aterrado la obra de Antonio Muñoz Molina, el cuerpo me pide detenerme en todo lo que es ingrávido, lo que somos y lo que hay, ahora que las grúas parece que se fueron, ahora que ser honrado vuelve a estar de moda.

Se ríe Twitter, el altavoz de los ignorantes, de Susana Díaz. Se ríen de ella por muchas razones, aunque aquí pretenderemos que nada tiene que ver con su condición de mujer, gorda, andaluza. Critican una rueda de prensa en la que venía a decir que en el origen de la indignación que explotó en Sol, aquella en la que participábamos gente con chándal y becarios con traje aunque a estos últimos nos ha negado la Histeria, estaba la frustración de la gente al darse cuenta de que ya no podrían tener “la casita en la playa”. Entienden mal esta frase los voceros de Twitter, acomplejados Dios sabe por qué. La realidad es que a Susana no le falta razón. Y yo, que prefiero hablar mal de mi país en silencio, explico en Ámsterdam que en España una mayoría de familias tiene un apartamento en la playa o puede permitirse pasar dos semanas todos los veranos en la playa, que no es un privilegio de los ricos, que tenemos mucha costa, y que, gracias a las temibles grúas que arrasaron con ella desde los sesenta hasta hoy, el veraneo se democratizó de tal forma que todos podían soñar con veranear, y casi todos podían cumplirlo. En la madrugada en el mirador una amiga, que nació y morirá rica, observa disgustada el caos de bloques de hormigón que se suceden por todo el litoral. Con razón describe mi amiga la fealdad del paisaje, lo que podría haber sido, y se entristece por no tener frente a ella una costa virgen, adonde lleguen unos pocos privilegiados en yates mientras otros pocos turistas descansan en hoteles monos de corte balinés. Coincide en su crítica con gente que ni nació rica ni morirá rica. Y la postura de ella es comprensible, la de los segundos es algo más confusa, pues no aprecian que en esas torres tan feas hay gente como ellos que sufre en invierno para desayunar en agosto frente al mar con la familia, para tirarse en la playa a primera hora a pensar en nada y sentirse privilegiados. Gentes que, en definitiva, quieren y pueden ser felices.

Lo ingrávido no se puede pesar, flota en el aire, y por eso nunca sabremos si los perdedores de la globalización (en esa forma algo absurda que ahora utilizamos para llamar a los pobres) son más felices en el norte de Europa o en España. Yo me inclino por lo segundo, aunque sólo sea porque, independientemente de cual sea el origen, la maravillosa herencia árabe o los oscuros siglos de omnipresencia de la iglesia, existe la red familiar. En el norte de Europa la precariedad incluye una dosis de sal sobre la herida en forma de soledad, inconveniente poco apercibido del individualismo y sus bondades. En España si uno se jode, o le joden, suele tener a quien llamar, y normalmente no necesitará pasar por el engorroso trance de pedir, pues ya antes habrá aparecido un familiar o un amigo para arrimar el hombro. En una entrevista de Karina Sainz Borgo a Almudena Grandes, esta última constata que la verdadera marca España son las redes de solidaridades familiares, y explica: “Cuando se publicó El lector de Julio Verne en Alemania, en 2012 o 2013, entonces en Europa les encantaba hablar de la crisis española. Cuando ibas a presentar un libro, te preguntaban: ‘¿Y por qué en España hay paz social?’ Yo siempre les contestaba: tengo tres hermanos y hablamos todos los días. Los periodistas listos lo entendían al instante.”

Me animé a escribir esto tras recibir una nota de voz de un amigo turco judío cuya familia fue expulsada de España hace siglos. Ahora está inmerso en los trámites para obtener la nacionalidad española, consecuencia de una justa iniciativa que promovió Gallardón, y que fue presentada como la reparación histórica a los judíos expulsados de Sefarad (España). Este amigo turco, si tiene suerte, podrá decir con todas las de la ley que es español cuando intente ligar en Holanda, pues hasta ahora, para evitar que la conversación con las rubias muera antes de tiempo, se siente más cómodo ocultando que nació y creció en Turquía y se hace pasar por español. La nota de voz la envía en Barcelona, adonde se escapa desde Amsterdam un fin de semana al mes – a Estambul solo vuelve si hay funeral. En ella se adivina una sonrisa amplia al borde de la emoción, y lo que dice, con música y voces jóvenes de fondo, lo transcribo a continuación: “Amigo…this country is the best country in the whole fucking existing universe…Spanish people are amazing and they are so lovely I can´t even explain…so beautiful man…the weather, the people, the scene, the view…Oh my God”

Todo lo que es ingrávido.

King´s Day

The Light Inside

James Turrell – The light inside

 

Fátima se despierta llorando, como acostumbra a hacer. Echa de menos a su madre. La echa de menos todas las mañanas, en esos segundos que preceden su abrir de ojos. Antes incluso de volver a oír los ronquidos de Saïd, de quien nunca terminó de enamorarse, pero qué remedio, se dice, es buen padre. Hoy Fátima llora menos, hoy cumple años el rey, su rey, de pelo naranja y cuerpo redondo. Qué diferente, piensa ella, de su otro rey, el de Marruecos, ese fascista hijo de puta, murmulla antes de incorporarse. Y sonríe, le gusta despertarse guerrera. Y también le gusta escuchar a sus pequeños peleándose por ser el encargado de pintar las caras cuando en una hora hayan instalado la vieja manta y los viejos trastos frente a la estación de Rotterdam. Es el día del rey en Holanda, y además de emborracharnos tiramos cualquier cachivache a la calle para colocárselo al mejor postor. No es un negocio especialmente lucrativo, pero nos permite a los vecinos pasar un día diferente, reírnos con los nuestros, hacer un poco el gamberro. Yo, como Fátima, aprovechaba entonces y me llevaba a la familia, con el tiempo las familias.

Una hora más tarde están allí, Fátima y sus tres hijos. Saïd (vuestro padre es un vago les dice Fátima a sus pequeños), se ha ido a la mezquita. Es la menor de los tres, Rachida, la que tiene el honor de encargarse de las pinturas. Es lo más demandado, y la niña se prodigará pintado banderas holandesas en las caras de sus vecinos, a veinte céntimos las tres rayas.

Por fin, bromea Myrthe, me sale una raya barata. Y le ofrece a la niña un euro con sus dedos finos, atléticos; le acomoda la caída del hiyab. Y en un sprint alcanza a sus amigas. No en vano fue ella la campeona sub-18 de triple salto en el Olímpico de Ámsterdam. Y ese cuerpo labrado en las pistas, ese culo moldeado con aterrizajes imposibles en la arena, eso es lo que hace descolgar el teléfono a su amante latino una y otra vez. Y así ella respira algunas noches, se deja querer, decir absurdeces románticas, se deja en -fin correr. Myrthe toma el tren hacia Ámsterdam con sus 7 amigas de la sorority, sus siete amigas del alma, sus hermanas. Van a pasar King´s Day en un barco, bailando los canales de Ámsterdam. En el vagón hay buen ambiente, extranjeros jóvenes que huyen de Rotterdam en los días señalados, holandeses que hacen lo mismo. Sus amigas y ella sacan cerveza y beben y ríen. Hablan de ellas, de las otras. Hablan de libros, de erotismo. Hablan de luz. Y cuando hablan de luz Myrthe les enseña en su móvil fotos de las instalaciones de James Turrell, el artista de la luz, y detienen todas sus ojos en esa pasarela azul, The Light Inside.

El barco sale en el sur, y tienen que subir hasta el norte, para entrar en los canales. Hay cola, deben esperar. Myrthe está bebiendo prosecco, abrigada con su parca verde agujereada, con el pelo más rizado que nunca, los ojos vivos, el verde muy verde, el negro muy negro. A su alrededor, ella también, bailan todos. Se sonríen, se hablan frases cortas, se miran con los labios, con sus gafas de sol que hoy son máscaras venecianas.

Y entonces, mientras finge que baila con sus amigas, le observa hacer. Su pelo también rizado y su cinta naranja, su cara de extranjero feliz. Se levanta en proa, donde aparca a sus amigos. Se pasea tranquilo a por más champán, bailando secretamente, atrayendo todas las miradas de sus amigas, pobres infelices. Si acaso supieran… Se le acerca.  Myrthe le sonríe, le pone un dedo en los labios y susurra enfadada: “you´re a player”. Y entonces él se quita las gafas de sol, y brillan unos ojos azules grandes sin final, y ella se pierde.

Está ahí, en la instalación de James Turrell, y por sus ojos ha entrado para nunca salir. La pasarela azul avanza lenta como una cinta de aeropuerto, el aire es limpio y ella se vuelve grande, y a sus lados empieza a atisbar montañas sin fin, pueblos de casas blancas y sol perenne, estruendos de risotadas infantiles, por ahí se cuela un ruido familiar. Es Rachida, la niña de las pinturas. Cabalga a lomos de una yegua blanca por la playa, viste de flores de primavera, no cabalga sino vuela. Myrthe se queda ahí, no querrá salir nunca. Será ella o no será, pero será en esa luz, en ese azul.

Y por primera vez en un año, desde King´s Day del año pasado, a Fatima le vuelve a ocurrir. Se despierta y no llora, sino sonríe. Recuerda su sueño, a la pequeña Rachida pintando a Myrthe, a Myrthe saltando hacia sus amigas. Y se acuerda de su día de ayer, de King´s Day. Y recuerda todo ese azul, la montaña, las casas blancas, Rachida montando a caballo. Me quedo aquí, Fátima piensa, me quedo otro año.

 

Cuentos japoneses: El deseo de Hitomi

Arthu

Arthur Rothstein – Water Lily

 

A Claudia,

 

Hitomi siempre le daba vueltas a la idea de adaptarse al medio. Cuando caminaba por la calle y cambiaba de paso para esquivar un árbol, me adapto al medio, pensaba. Cuando atravesaba por un túnel con su bicicleta, me adapto al medio. Cuando volaba a Osaka a ver a su única y mejor amiga y aterrizaba en ese aeropuerto ganado al mar, me adapto al medio.

Y en su bar los gaijin, los extranjeros, se adaptaban al medio. Ella les obligaba. Ellos no lo sabían.

Ahora Hitomi contaba cuarenta y se sentía más guapa que nunca. Vivía sola, y una vez a la semana, los sábados a las cuatro, llamaba por teléfono a su amiga Kumiko. El último fin de semana de cada mes Hitomi hacía un paréntesis, olvidaba su bar y volaba a Osaka, bebía con Kumiko y bailaban, dormían juntas y se imaginaban su próxima vida.

Veinte años, cuando cumplía veinte, Hitomi estuvo enamorada. Él se llamaba Koo y aterrizó un buen día desde China. Los padres de Koo se mudaron a Tokio cuando él contaba quince. Ya hablaba entonces japonés con fluidez, y no tuvo mayor problema en hacerse a la vida tokiota, a la vida de estudiante próspero en el barrio de Nakameguro. De hecho le encantaba. No había pasado un mes cuando tomó la decisión, que no dijo a nadie más que a Hitomi, de que nunca volvería a su China natal. Le entusiasmaban el orden, las calles limpias, la protocolaria educación de la que hacían gala en todo momento. A los tres días de llegar, conoció el que iba a ser su colegio, y qué suerte tuvo de compartir pupitre con Hitomi. Desde entonces habían sido inseparables.

Hitomi se había enamorado de Koo y Koo de Hitomi, y aquella aciaga noche, cuando ambos celebraban su veinte cumpleaños, estrenaban noviazgo. Por fin ella se cansó de la timidez de Koo y decidió dar el paso y el beso. Era la décima vez que pasaban la noche de viernes juntos en aquel bar de Roppongi, pero la primera que lo hacían como novios.

Esa noche bebieron tanto como acostumbraban a hacer, y el bar estaba más animado que nunca. Había un numeroso grupo de gaijin, franceses supieron luego, tan ruidosos como siempre, que no cesaban de bailar y hacer bailar. Hitomi y Koo se reían, bailaban con ellos, aceptaban los tequilas de aquellos extranjeros excitados por la noche japonesa. En algún momento Hitomi fue al baño, y entonces oscureció. Se retocó el maquillaje, atenta siempre a la línea de los ojos, el rosado de sus pómulos, sus pequeñas obsesiones. Cuando abrió la puerta para volver junto a Koo, se encontró con dos de aquellos divertidos franceses, que la volvieron a hacer reír y bailar. Uno de ellos la rodeó con sus brazos de forma abrupta, bloqueando su fina cintura, momento en el que el segundo la besó. Hitomi tardó en reaccionar. Había bebido y le divertía todo aquello, así que correspondió al beso durante unos segundos, quizá demasiados.

Hitomi no supo no pudo apartarse. Hitomi no entendía qué estaba ocurriendo pero quería huir, mas no sabía cómo. Para cuando por fin sacó fuerzas y se deshizo de sus captores, era ya tarde. Instantes antes Koo, que la buscaba, pasó a su lado y supuso, equivocado, que Hitomi participaba en buen grado de lo que a sus ojos era una pesadilla. Recogió su abrigo y cerró para siempre la puerta del bar. Y de Hitomi.

Hitomi jamás reunió el valor suficiente para llamar a Koo y explicarle aquel desgraciado episodio. Hitomi sufrió y reflexionó sobre lo ocurrido. A los cien días cambió su estado de duelo por una extraña energía que la empujaba a encontrar una solución. Tenía que asegurarse de que no viviría más noches como aquella.

Fue así como Hitomi empezó a experimentar con distintas plantas. Su objetivo último era encontrar el ingrediente mágico que anulara o por lo menos suspendiera el deseo, la libido: que tornara mansos a los borrachos, y que consiguiera que la gente no dejara de reír ni tampoco de bailar pero evitando pesadillas como la que impidió para siempre que ella y Koo siguieran el mismo camino.

Pasaron diez años de infructuosa búsqueda, y ya Hitomi se cansaba de probar con cualquier estupidez que proponía Internet, y esos foros, pensaba ella, de amargados e infelices. Desesperada, Hitomi comenzó a probar con aquello que no estaba escrito, y fue así cómo arrancó varios pétalos morados de las plantas que un día el río Meguro trajo a la superficie y ahora brotaban frágiles frente a la casa de sus padres.

Puso agua a hervir, que vertió en la tetera, y dejó caer varios pétalos morados con la sensación de que algo empezaba a ocurrir. Supo entonces que tras el aroma que aquellos pétalos despedían al calor del agua, se escondía la solución a sus males, a los males del mundo anticipaba ella. Los meses siguientes los pasó probando el efecto de esos pétalos en la clientela de diferentes bares. Nunca falló. Bailaban y reían pero jamás nadie tuvo un gesto de deseo, un acercamiento físico espontáneo, una mirada cargada de bajas pasiones. Sin embargo, bien sabía Hitomi que no podía pasar sus noches vagando por la ciudad eliminando el deseo de la gente. Así que decidió abrir su bar, su bar sin deseo.

Encontró un local en Daikan-yama, un barrio infinitamente más sofisticado y tranquilo que Roppongi, con el añadido de que era poco probable que algún policía tuviese a bien hacer una incómoda inspección, y menos aún que preguntaran por el origen de aquellos pequeños pétalos morados que flotaban apacibles sobre el té de los camareros.

Fue así fue como su bar se convirtió en uno de los referentes de la noche en Tokio, un bar de copas donde la gente bailaba y conversaba, y donde todos parecían pasar un gran rato y nadie, en sus diez años de vida, había visto a nadie besarse ni tocarse, con la excepción de aquellas parejas que entraban juntas, bebían juntas, y se besaban como parte de su ritual.

La revista Monocle desde la ignorancia dedicó dos páginas al bar y desde entonces también los gaijin, los extranjeros, hacían cola para entrar y bailar. Nadie entendía el secreto del éxito de, por lo demás, uno de tantos bares tokiotas.

Hitomi era feliz o era feliz en parte. Había conseguido su objetivo. Jamás aquellos dos franceses podrían hacer de las suyas en su bar.

Habían pasado veinte años de aquella noche cuando escuchó el pomo de la puerta del bar, de su bar, girar antes de hora. Y ahí estaba él, Koo, más guapo que nunca, sonriéndola. La estaba buscando. Lo leyó en sus ojos. Todo volvería a ser igual. Pero entonces, Hitomi se dio cuenta. No podía desearle, no podría desearle jamás. Diez años respirando su té habían fulminado su deseo para siempre.

No sabía de qué escribir

Sean Mundy Photography

Photography: Sean Mundy

Es difícil imaginar cuándo uno se asoma al abismo.

En los últimos días he alternado dos lecturas histéricas. Por un lado La Guerra de los zetas, un libro algo repetitivo de un periodista mexicano llamado Diego Enrique Osorio, que compré porque Amazon me lo pidió. En él cuenta sobre cárteles y violencia y narco. Gobernantes cobardes y corruptos, valientes y locos. Habla de México. En sus primeras páginas da su modesta opinión sobre el giro que tomó Calderón tras vestirse de presidente de la república. ¨Ese año, el presidente que tomó protesta, Felipe Calderón Hinojosa…decidió encubrir con una vieja estrategia recomendada a los gobiernos débiles y que ha sido usada por presidentes cobardes de otras épocas y lugares del mundo: declarando una guerra”. Es fácil pensar en Trump si se lee esto poco después de que haya anunciado un incremento del 9% para la partida bélica.

No hay tiempo para pensar en Trump porque la segunda lectura que me ocupa es un libro que sólo leo con las persianas bajadas en casa y, a veces, en mis viajes diarios en tren entre Ámsterdam y Rotterdam, pero sólo cuando estoy seguro de que nadie alcanza a atisbar sus páginas. Es un libro que se llama Marked for Death y que escribió Geert Wilders en 2012. Geert Wilders se presenta a las elecciones generales holandesas que tienen lugar en una semana. Leer un libro de Wilders en marzo de 2017 se asemeja, imagino, a leer Mein Kampf a finales de los años treinta. Pero esta es una comparación que Wilders rechaza, con razón. Wilders quiere a los judíos. También a los gays, y echa mano de estos últimos para denunciar la gran y única amenaza que pende sobre el planeta, su islamización, fiel a lo que dicta el Corán, y empezando por nosotros los europeos. Wilders habla de esas parejas homosexuales que ya no van cómodas de la mano en muchos barrios y pueblos holandeses. De hecho, Wilders equipara islam y nazismo sin titubear, y lo argumenta con extrañas citas de líderes nazis loando a países musulmanes, lamentándose incluso de que Alemania hubiera caído en el cristianismo. Pero Wilders sólo tendría parte de razón en indignarse con todos aquellos que hacemos tan fácil comparación. Pues en su libro, como imagino en Mein Kampf, trasluce una obsesión enfermiza, desquiciada, con su fantasma, que en este caso es el islam. Aunque en escuetas frases reconoce que la mayoría de musulmanes puede ser gente decente, jamás se le adivina intención de contentarse con extirpar las malas hierbas. Quiere quemar el monte entero. Esto quizás, sólo quizás, tenga que ver con que Wilders vive escondiéndose cada pocos meses en casas (cárceles incluso) que le procura la inteligencia holandesa, huido de todo contacto con el exterior. Esa extraña vida de prisionero protegido le acompaña desde 2004, que se dice pronto. Hablamos de un candidato a primer ministro en uno de los países más tranquilos de Europa que lleva más de doce años esquivando la muerte. Su cabeza degollada la sueñan los mismos que terminaron con la vida de un artista que en sus videos hacía parodias de todas las religiones. También de Mahoma. Era el tataranieto de Van Gogh, Theo Van Ghog, y murió apuñalado en Ámsterdam la noche del 2 de noviembre de 2004, el mismo año donde arrancó el cautiverio de Wilders, asesinado por la intolerancia de un joven musulmán. Desde su escondite, a Wilders las encuestas le otorgan hasta un 30% de diputados, lo que le convertiría en el candidato más votado por los holandeses.

Con este panorama uno se extraña de que en Ámsterdam no se perciba la tensión, no haya miradas huidizas entre vecinos con y sin pañuelo, altercados, qué sé yo.

Por eso nunca terminaba de ordenar mis pensamientos cruzando tan desesperantes lecturas, y en mitad apagaba. Cuando encendía quería hablar de la vecina inglesa soltera de cuarenta años y de su perro Parker y de su piso decorado como la mejor película francesa de los ochenta, de sus tardes de vinos y cigarros y jazz y personajes estrafalarios que se sientan en el suelo y se hablan en alto a ellos mismos, esos cinco amigos escuchando a John Coltrane y rumiando palabras desordenadas mientras Parker, el perro, no entiende nada y agacha sus orejas y se echa a dormir. Todo esto, por supuesto, me lo iba a inventar. Mi compañero de cuarto, sí, aquel marroquí que apuñaló a Theo Van Gogh, no tiene nada de inglesa, y en esta celda no tenemos música, ni siquiera espejos.

En la belleza ajena

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Descanso del guerrero – Antoni Fabrés

Kaixo,

Ya me queda menos para sacar mi libro y destrozar las librerías de Osaka, por ejemplo.

Escribo en un cuarto esquinado, en forma medio hexagonal, de difícil uso práctico salvo para, en la diagonal que se abre paso entre dos puertas que son ventana, sentarse en una mesa. Ilumina el teclado una Bauhaus (o eso me prometió la vendedora regordeta, que se daba un aire a la abuela de Piolín). Si levanto la cabeza me encuentro una larga foto de Maribel Verdú, no especialmente guapa, quizás con unos kilos de más, o quizás es la luz blanca que la eleva desde las tinieblas al escenario del Teatro Español, desde donde mira con sospecha el objetivo.

Es el barrio de De Baarsjes, de donde salieron colosos como Ruud Gullit, Dennis Bergkamp o Frank Rijkaard, una zona en el oeste de Amsterdam donde antes se clavaban navajas y deambulaban moribundos, y que hoy, bondades de la gentrificación, es más conocido por tener un ratio mujer hombre de 2 a 1.

En las familias ocurre que la gente se conoce muy bien. El pueblo vota al alcalde que es el que eligen los vecinos.

Pero así es. Yo sé que si me visita mi madre, a quien probablemente Arzak, Ferrán Adrià y David Muñoz le parezcan unos soplapollas, y ella puede pensarlo tranquila, lo mejor que puedo hacer es llevarla a comer un perrito en un puesto callejero.

Esto me hace pensar en aquel portero de mi equipo de fútbol del colegio, un niño regordete que cuando volvía de tomar calimocho se hacía solomillos en casa, con trece años. Ahora me rumorea LinkedIn que es chef en el mejor hotel de Washington. Seguro que a él también Arzak, Ferrán Adrià y David Muñoz, le parecen unos soplapollas.

Volvemos a la familia, las que se conocen muy bien. Como el pueblo y su alcalde y sus vecinos.

Año tras año una de mis hermanas me regala por Reyes, casi me tira encima, cinco libros, comprados todos en la misma librería de la que ambos somos fanáticos, regentada por unos desaprensivos sobre los que un día escribí aquí mismo y aún no me han publicado nada.

Ella sabe que no he leído ninguno de los que me regala. Lo sabe. Y también debe saber el orden en que me los leeré, uno detrás de otro, antes de que se vaya el frío.

El cuarto es El Adversario, de Carrère, una decepción absoluta por varias razones. Porque Jabois lo recomienda, porque lo recomienda el mundo entero. Pero me comprendo, me pilló en un fin de semana en un hotel de Yakarta. Yo había cometido la imprudencia de, un triste viernes noche, cenar una hamburguesa en la habitación, sobre la cama usada mil veces. Nunca sabré de quien era esa carne, pero ese fin de semana lo pasé con fiebre y apostado, resignado, en el baño. Y nunca fui amigo de llevar mis libros a la taza. Así Carrère no pasa la prueba.

Yo hoy quiero escribir del quinto libro, que es algo así como un diamante definitivo. Y cuando esto tecleo suena Lucha de Gigantes en el salón, y no parece casualidad.

Es un libro titulado En la belleza ajena, de un genio polaco que se llama Adam Zagajewski. La editorial es Pre-Textos, con sede en Valencia. Me gustaría darle un abrazo al que allí mande.

Apenas llevo 50 páginas, pero si no comparto ahora algunos trozos del libro no lo haré nunca. Y esto no es un periódico, puedo permitirme licencias de cutre:

Lo que más amenaza a los poetas no son ni las violentas arremetidas de los propagandistas puritanos, ni los ataques salidos de la pluma de sus hermanos-novelistas; tampoco logrará hacerles mucho daño la aversión de los jansenistas ni la ira de esos filósofos para quienes los poemas son obra de una musa demasiado frívola. Lo más peligroso es la indiferencia, la ilimitada indiferencia de los pasajeros de los trenes suburbanos y de los fanáticos adictos a la televisión. Lo peor es cuando nadie escribe panfletos contra la poesía.

En la vida espiritual se turnan secuencias de exaltación y de desenmascaramiento. Dado que mundialmente atravesamos ahora un período de desenmascaramiento gigantesco, hay que esperar, en un futuro previsible, el regreso de la devoción. Esto me pondría en una situación difícil; prefiero enfrentarme a la disgregación que al fundamentalismo.

Los intelectuales franceses gustan de burlarse de los norteamericanos en general, de su falta de buenos modales, de su vulgaridad. Francia, que en Europa es lo que la China en Asia, con frecuencia no puede comprender el entusiasmo americano. Por ejemplo, una vez en la National Gallery de Washington estaba yo ante uno de los cuadros de Vermeer que allí se encuentran. Justo a mi lado había un americano de unos cuarenta años. De pronto, se dirigió a mí y me dijo (su voz temblaba de alegría): ¨Desde los doce años llevo contemplando una reproducción de este cuadro, y hoy, por primera vez lo veo con mis propios ojos. Perdone que le moleste, pero tenía que decírselo a alguien.¨
Si esto es vulgaridad, encantado

Buscando las dos patrias perdidas –mi ciudad y el libre acceso a la verdad-, me topé aún con una tercera, de la que ni siquiera sabía que hubiera sido alguna vez ciudadano. Ese tercer país dispone de un pequeño territorio y no tiene ejército; en él sólo hay un pequeño manantial, en el que se refleja el azul del cielo y deshilachadas nubes blancas. Pero ese país se distingue por desaparecer a veces de la superficie de la tierra, por mucho tiempo.

Desaparece como las golondrinas, que vuelan hacia el sur y sólo dejan tras ellas sus arcaicos nidos bajo los aleros, pequeñas barbillas de los tejados

Y descorchamos.

February 9th, 2017|Uncategorized|0 Comments