Arthu

Arthur Rothstein – Water Lily

 

A Claudia,

 

Hitomi siempre le daba vueltas a la idea de adaptarse al medio. Cuando caminaba por la calle y cambiaba de paso para esquivar un árbol, me adapto al medio, pensaba. Cuando atravesaba por un túnel con su bicicleta, me adapto al medio. Cuando volaba a Osaka a ver a su única y mejor amiga y aterrizaba en ese aeropuerto ganado al mar, me adapto al medio.

Y en su bar los gaijin, los extranjeros, se adaptaban al medio. Ella les obligaba. Ellos no lo sabían.

Ahora Hitomi contaba cuarenta y se sentía más guapa que nunca. Vivía sola, y una vez a la semana, los sábados a las cuatro, llamaba por teléfono a su amiga Kumiko. El último fin de semana de cada mes Hitomi hacía un paréntesis, olvidaba su bar y volaba a Osaka, bebía con Kumiko y bailaban, dormían juntas y se imaginaban su próxima vida.

Veinte años, cuando cumplía veinte, Hitomi estuvo enamorada. Él se llamaba Koo y aterrizó un buen día desde China. Los padres de Koo se mudaron a Tokio cuando él contaba quince. Ya hablaba entonces japonés con fluidez, y no tuvo mayor problema en hacerse a la vida tokiota, a la vida de estudiante próspero en el barrio de Nakameguro. De hecho le encantaba. No había pasado un mes cuando tomó la decisión, que no dijo a nadie más que a Hitomi, de que nunca volvería a su China natal. Le entusiasmaban el orden, las calles limpias, la protocolaria educación de la que hacían gala en todo momento. A los tres días de llegar, conoció el que iba a ser su colegio, y qué suerte tuvo de compartir pupitre con Hitomi. Desde entonces habían sido inseparables.

Hitomi se había enamorado de Koo y Koo de Hitomi, y aquella aciaga noche, cuando ambos celebraban su veinte cumpleaños, estrenaban noviazgo. Por fin ella se cansó de la timidez de Koo y decidió dar el paso y el beso. Era la décima vez que pasaban la noche de viernes juntos en aquel bar de Roppongi, pero la primera que lo hacían como novios.

Esa noche bebieron tanto como acostumbraban a hacer, y el bar estaba más animado que nunca. Había un numeroso grupo de gaijin, franceses supieron luego, tan ruidosos como siempre, que no cesaban de bailar y hacer bailar. Hitomi y Koo se reían, bailaban con ellos, aceptaban los tequilas de aquellos extranjeros excitados por la noche japonesa. En algún momento Hitomi fue al baño, y entonces oscureció. Se retocó el maquillaje, atenta siempre a la línea de los ojos, el rosado de sus pómulos, sus pequeñas obsesiones. Cuando abrió la puerta para volver junto a Koo, se encontró con dos de aquellos divertidos franceses, que la volvieron a hacer reír y bailar. Uno de ellos la rodeó con sus brazos de forma abrupta, bloqueando su fina cintura, momento en el que el segundo la besó. Hitomi tardó en reaccionar. Había bebido y le divertía todo aquello, así que correspondió al beso durante unos segundos, quizá demasiados.

Hitomi no supo no pudo apartarse. Hitomi no entendía qué estaba ocurriendo pero quería huir, mas no sabía cómo. Para cuando por fin sacó fuerzas y se deshizo de sus captores, era ya tarde. Instantes antes Koo, que la buscaba, pasó a su lado y supuso, equivocado, que Hitomi participaba en buen grado de lo que a sus ojos era una pesadilla. Recogió su abrigo y cerró para siempre la puerta del bar. Y de Hitomi.

Hitomi jamás reunió el valor suficiente para llamar a Koo y explicarle aquel desgraciado episodio. Hitomi sufrió y reflexionó sobre lo ocurrido. A los cien días cambió su estado de duelo por una extraña energía que la empujaba a encontrar una solución. Tenía que asegurarse de que no viviría más noches como aquella.

Fue así como Hitomi empezó a experimentar con distintas plantas. Su objetivo último era encontrar el ingrediente mágico que anulara o por lo menos suspendiera el deseo, la libido: que tornara mansos a los borrachos, y que consiguiera que la gente no dejara de reír ni tampoco de bailar pero evitando pesadillas como la que impidió para siempre que ella y Koo siguieran el mismo camino.

Pasaron diez años de infructuosa búsqueda, y ya Hitomi se cansaba de probar con cualquier estupidez que proponía Internet, y esos foros, pensaba ella, de amargados e infelices. Desesperada, Hitomi comenzó a probar con aquello que no estaba escrito, y fue así cómo arrancó varios pétalos morados de las plantas que un día el río Meguro trajo a la superficie y ahora brotaban frágiles frente a la casa de sus padres.

Puso agua a hervir, que vertió en la tetera, y dejó caer varios pétalos morados con la sensación de que algo empezaba a ocurrir. Supo entonces que tras el aroma que aquellos pétalos despedían al calor del agua, se escondía la solución a sus males, a los males del mundo anticipaba ella. Los meses siguientes los pasó probando el efecto de esos pétalos en la clientela de diferentes bares. Nunca falló. Bailaban y reían pero jamás nadie tuvo un gesto de deseo, un acercamiento físico espontáneo, una mirada cargada de bajas pasiones. Sin embargo, bien sabía Hitomi que no podía pasar sus noches vagando por la ciudad eliminando el deseo de la gente. Así que decidió abrir su bar, su bar sin deseo.

Encontró un local en Daikan-yama, un barrio infinitamente más sofisticado y tranquilo que Roppongi, con el añadido de que era poco probable que algún policía tuviese a bien hacer una incómoda inspección, y menos aún que preguntaran por el origen de aquellos pequeños pétalos morados que flotaban apacibles sobre el té de los camareros.

Fue así fue como su bar se convirtió en uno de los referentes de la noche en Tokio, un bar de copas donde la gente bailaba y conversaba, y donde todos parecían pasar un gran rato y nadie, en sus diez años de vida, había visto a nadie besarse ni tocarse, con la excepción de aquellas parejas que entraban juntas, bebían juntas, y se besaban como parte de su ritual.

La revista Monocle desde la ignorancia dedicó dos páginas al bar y desde entonces también los gaijin, los extranjeros, hacían cola para entrar y bailar. Nadie entendía el secreto del éxito de, por lo demás, uno de tantos bares tokiotas.

Hitomi era feliz o era feliz en parte. Había conseguido su objetivo. Jamás aquellos dos franceses podrían hacer de las suyas en su bar.

Habían pasado veinte años de aquella noche cuando escuchó el pomo de la puerta del bar, de su bar, girar antes de hora. Y ahí estaba él, Koo, más guapo que nunca, sonriéndola. La estaba buscando. Lo leyó en sus ojos. Todo volvería a ser igual. Pero entonces, Hitomi se dio cuenta. No podía desearle, no podría desearle jamás. Diez años respirando su té habían fulminado su deseo para siempre.