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Clamar en el desierto

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¡Kaixo! ¡Y descorchamos!

 

Suena Ringo, de Joris Voorn, y la música, algo melancólica, funciona con lo que acontece 27 pisos más abajo.

 
Todo en México es extraño, también los lunes. Todo parece una obra de teatro con un guión medido que los personajes se resignan en recitar con cierta desgana.

 
Hoy es lunes, 26 de octubre. Hace un mes era 26 de septiembre y entonces hacía un año que los 43 estudiantes de la escuela Normal de Ayotzinapa dejaron de estar. Se los llevó el viento, aparentemente, y hoy ese viento es frio y el cielo es gris. La gente camina en silencio y tiene gesto oscuro, como las ropas de los jóvenes mexicanos, siempre tirando al negro.
Es precisamente en la canción ‘El hombre de negro’ donde se juntan Loquillo, Urrutia y Andrés y cantan algo así como: “Llevo el negro por la injusta soledad, de los viejos y de los que acabarán, fríos como piedra después de cabalgar, mientras alguien se hace rico en su sofá…”

 
Hoy es lunes 26 de octubre, y tengo la suerte de poder, en esta fea tarde, confundirme entre los apenas doscientos que se manifiestan una vez más en la Avenida Juárez, donde la Alameda y frente al hemiciclo que honra al mismo presidente, del que se dice consolidó la república mexicana.
Son las familias de los 43 desaparecidos, algún despistado como yo, y muchos niños que imagino vienen de lejos, me miran extrañados por el contraste de color y altura. También hay oportunistas con banderas soviéticas, porque perro viejo nunca muere.

 
Habla una madre, que señala a Peña Nieto como el culpable. Tiene poca facilidad de palabra y anda nerviosa, o quizás agotada de gritar desde hace un año y un mes a un hijo que dejó de estar y del que nadie sabe. Termina mezclando – o no – y culpando también al gobierno de vender México a Estados Unidos. Suenan unos tímidos aplausos, también están cansados de aplaudir, pero sin embargo no se percibe fatiga en el grito que repiten como mantra: ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!

 
Habla otra madre, ésta con mejor oratoria, y como queriendo excusar a su compañera de viaje, se presenta como pobre y campesina, otra víctima del gobierno. Culpa al ejército, dice que los militares tienen a sus hijos. En un final brillante, pide que su hijo aparezca, porque sabe que está vivo y porque necesita encontrarlo para poder volver junto a sus otros hijos, que siguen en Ayotzinapa y no solo perdieron a su hermano, ahora me doy cuenta, también a sus padres.
Sorprende el escenario y el día, porque es pleno centro de Ciudad de México. Es lunes y les han dejado cortar la Juárez para reunirse unos pocos. Luego recuerdo que esta ciudad es el bastión que resiste al PRI, a la dictadura perfecta. Pero algo no encaja, a lo lejos dos cordones policiales enormes impiden juntarse a más gente.

 
Ellos no lo saben, pero en el hotel que se encuentra frente al hemiciclo han puesto detectores de metales en las entradas. Cuando pregunto si después de un mes no pueden confiar en que no porto armas, me cuenta mi recepcionista favorita (la más vistosa) que allí tiene lugar una reunión con ministros.

 
Es México. Mientras los ministros discuten, sin saberlo y a cincuenta metros 43 familias desgraciadas y unos sufridos hombros piden a gritos que aparezcan sus desaparecidos, y culpan al gobierno de todos los males. Están hartos, pero solo les queda un camino, y salta a la vista que nunca se van a cansar. Han aprendido a vivir sufriendo.

 
Solo queda confiar en que Jose Luis de Arrese, bilbaíno militante de Falange, tuviese razón cuando decía:
“Nunca es estéril la voz del que clama. ¡Aunque parezca clamar en el desierto!”

October 27th, 2015|Uncategorized|0 Comments

¿Y ahora qué?

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¡Kaixo! Y descorchamos,

Manbendra Nath Roy fue un bengalí de ideas marxistas que llegó a Ciudad de México un 15 de junio de 1917. Apenas unos meses después y en su casa tuvo lugar la primera conferencia del Partido Socialista, que luego se renombraría Partido Comunista, y en donde se puso la primera piedra de la Liga Socialista Latinoamericana.

Su casa por fuera luce una fachada en ruinas, y por dentro ya a nadie le da pistas sobre lo que allí se tejió hace casi cien años. En 2011, dos arquitectos franceses renuevan la casa por dentro, utilizan madera, cuero, láminas de oro y azulejos de basalto negro que dibujan patrones del arte puuc y maya (gracias Google). Hoy es M.N. Roy, probablemente el antro más único que existe.

Es una discoteca oscura y pequeña tratada con mimo por un servicio excelente. La preside una suerte de altar sobre la que se alza el DJ. El DJ suele tener buen cartel, sin llegar a las masas, y uno nota que tocar en Roy, o pinchar, es para ellos una experiencia irrepetible, un milestone.

El lugar tiene algo de místico y mucho de exclusivo, tanto es así que apenas dejan entrar a nadie. No se paga entrada y solo accedes si algún trabajador llama tu nombre desde la puerta. Lo sabe todo México y por eso no hay absurdas colas, aquí no hay mordidas y caben pocos. El lugar asusta a las más fresas (pijas) y las atrae a partes iguales – quizás porque lo tienen prohibido. El ultimo Roy, espero que el penúltimo, lo hago con una amiga de origen libanés que me viene buscando. Llega con su amiga, igualmente guapa y joven, de la que tiene a bien encargarse Monsieur Roy. Cuando les digo donde vamos no ocultan su excitación.
Monsieur Roy, llamémosle hoy así, es al que hay que agradecer poder escribir esto. Es un tipo alto y con clase, parece modelo pero vive y muy bien de su intelecto, y es uno más de la familia Roy. No porque le quieran como a un hijo, sino porque desde hace años no pisa otro lugar. Supongo que Roy engancha. A mí me ocurre desde hace semanas, pero roza la obsesión cuando me despierto un domingo y mientras pinto diapositivas me doy cuenta de que llevo tres noches seguidas de Roy. En Roy no hay ventanas, e incluso hay una falsa terraza para fumar. El destino final es siempre la pequeña pista de baile, donde uno entra y sale horas más tarde, con los ojos bien grandes de tanto danzar. En Roy no se liga, o se liga solo mientras se fuma y en pocas frases. Se agradece la no presencia de mocosos. Solo hay gente guapa que quiere bailar y ser nadie, vestirse de negro y dejarse llevar por el DJ que hace de líder espiritual, o quizás político.

 
Cuando leo que en Roy se fundó el partido comunista mexicano, todo encaja un poco. Uno se imagina a aquel indio intelectual y marxista brindando con sus iguales mexicanos por ideas tan naif como utópicas, y así entiende algo más de lo que ocurre en la que fue su casa cuando se baja el telón del día y empieza la música.

 
Roy, el personaje, escribió que “una sociedad libre solo puede ser creada por hombres libres, una sociedad buena solo puede ser creada por hombres buenos”.

 
Me pregunto qué pensaría si pasara una velada en la discoteca que hoy lleva su nombre, si también se engancharía a esa vía de escape de la ciudad imposible, si no es solo en esas circunstancias, de puertas para adentro y en la noche, donde aquí uno se siente más libre.

 
Deberían avisarnos de donde bailamos, y aleccionarnos, cuando entramos en el Roy. Utilizar frases del otrora anfitrión: “El hombre debe tener presente que todo lo que existe en la sociedad fue creado por otros hombres que le precedieron, y que fue creado por y para el progreso y bienestar de la humanidad”.

 
Aunque a uno se lo dijeran al entrar, imagino que es científicamente imposible que se acordara al salir. Pero casi es mejor, despertarse y no recordar. Si no, estaríamos tentados de hacernos la pregunta que, a modo de broma, lanzó Monsieur Roy después de fumar marihuana un día:
¿Y ahora qué?

October 27th, 2015|Uncategorized|0 Comments

360 grados

DesvaneciendoDesvaneciendo – Janice Bryson

El fabuloso mundo de los Avios hace que uno vuele en preferente y de noche: vino gratis y sin cortapisas. Esto puede acabar como en Estambul, pero hay problemas más graves que el de Charlie.

Entre los diez que viajan cómodos hay solo una mujer, y es que el destino es poco grato. En mi fila hay tres hombres. Dos beben su tercera botella de Rioja Pata Negra. El más cercano a mi es un joven atractivo y recién casado, y pienso que debe de tener un menjunje curioso en el hígado. Acaba de enfundarse dos Mahou seguidas de una botellita de cava y Crema de Alba de postre. Duerme como duerme la musa, feliz y profundo.

Suena Corazón Loco de Bebo y El Cigala. ¿Verdad y siempre? https://www.youtube.com/watch?v=owXdcA_aWzY

Un sábado en Madrid comienza con Amaia. Es una peluquera de sonrisa afable y brazos tatuados. Es tan inteligente que es navarra. Amaia ha cambiado de peluquería y de barrio. Sus parroquianos la seguimos al fin del mundo, que curiosamente queda cerca del metro Cuzco. Se muestra insatisfecha con su trabajo y aprovecha las tardes para formarse y volver a dar portazo a su nuevo jefe. Amaia no lo sabe pero dentro de poco abrirá su propio chiringuito y entonces sí, dejará de lamentarse. Su cliente, casi amigo, le cuenta sus porqués en Madrid. Ella le alerta sobre los peligros que sobre él se ciernen, sobre aquello que decía Camus del amor y la amistad. El cliente sale de la peluquería y jamás volverá a acordarse de ese aviso.

Un sábado en Madrid continúa por cualquier barrio con terrazas. Siempre en pareja; novia o amigo. Tres son multitud. La globalización tiene cosas magnificas, como el concepto desayuno-comida, el brAnch. Uno se sienta a la una y pide algo de comer y mucho de beber. Ella se hace con el camarero como contigo se hizo hace años pero has reparado ahora, y pasan las horas y de ahí nadie te mueve. En Madrid tras cuatro horas en una terraza se levanta uno como quien despierta aturdido en una playa de Benidorm. Ya apenas sabe dónde está ni dónde quería ir, pero tiene sed y está de vacaciones.

No hay tiempo para siesta porque hay mucho que mirarse, así que te dejas llevar hasta una boutique de ropa para ellas. Cuando un hombre entra de la mano de una mujer deseada en una tienda, es sin remedio sacudido por tres fases: al llegar agradece el aire acondicionado y la sonrisa de la cajera, observa que es el último bastión de su género y se siente privilegiado. Apetece echar el candado y escucharlas a todas, atento siempre a los  probadores y opinando sin hablar, pulgar arriba o abajo como hacían en el Coliseo romano de Pula – tremendo anfiteatro. La segunda fase llega tras la ensoñación primera, cuando uno se da cuenta de que el reloj pasa y sigue ahí. Es el momento de intentar huir, la frase de “salgo a fumarme un cigarro y hablar por teléfono con mi terapeuta chileno”. Pero te agarra esa mano que además es una mano modelo, cuasi perfecta, y estás obligado a poner gesto serio y desear que todo pase rápido. Pero ella entra en el probador y tú con ella, porque eres el del pulgar, y entonces cierras la cortina y te apetece que la cajera pase un mal rato escuchando al otro lado.

Nada ocurre u ocurre todo pero nada pasa, así que has sufrido y aguantado. Tienes premio. El sábado por la tarde en Madrid tiene muchos tejados de moda y hete aquí que es la hora del gin-tonic. Ella fija destino: la terraza del Círculo, acierto seguro. Los precios son suizos y el sol pega con fuerza. Uno lo soluciona como buen español de la Meseta, eso que un catalán juzgaría como absurdo despilfarro: pidiendo dos globos de ginebra cara, que un día es un día y cada semana es ese día.

Son esas complicidades vespertinas las que ablandan el alma, donde le sale a uno lo que tiene dentro y lo expulsa con suavidad, buscando confort y hallándolo. Es el savoir vivre de los españoles, juntarse alrededor de un café o de una cerveza fuera de casa y charlar tranquilos, prometerse cosas buenas y querer querer. Manda cojones que la expresión venga en francés, que sabrán ellos de vivir si en cuanto pueden saltan los Pirineos para hacerlo.

Los ojos se tornan cómplices y se echa la noche, la ciudad se viste de cuero y vermú. Siempre hay música sonando y espacios reducidos. Los cuerpos se acercan y bailan, y ya es por la mañana y toca marchar.

Uno se va y Madrid se queda, te espera sin llamarte. Te espera sin decirte.

Y lo has vuelto a hacer. Un día en Madrid, 360 grados, sin principio ni fin, ya lo dice el terapeuta chileno: “vas a hacerte daño”.

Ya lo dice Andres:

Dulce condena…

https://www.youtube.com/watch?v=qpfMFyJlUt4

September 7th, 2015|Uncategorized|1 Comment

Madurar es de pobres

Turistas japonesas

Turistas japonesas – Janice Bryson

 

Kaixo, y descorchamos

La murciana le pone magia. La murciana me escribe para decirme que escuche a El Cigala y Bebo Valdés, que hasta un chicharrón del norte como yo va a acabar en lágrimas. Lágrimas negras. Yo no sé lo que es un chicharrón del norte, pero si lo que es un chicarrón del norte, y me encanta que así me considere, pero me llama chicharrón, que suena más a sol murciano, algo más árido y mustio. La sonrío en la distancia como la he sonreído siempre, y dejo que El Cigala cante, no sin extrañeza.

Todo lo que no sea Calamaro me cuesta más.

Estamos en Navarra. Tocamos el cielo que se llama Azpea, y es un restaurante-bodega que deja a Can Roca como un Burguer King de aficionados. El menú es sencillo: lechuga y espárragos, pimientos y foie. Merluza a la brasa. La mejor merluza. Dan ganas de llorar. Le sigue chuletón tierno y termina con leche frita. Durante la comida te plantan siete vinos, desde un dulce que acompaña al foie hasta un reserva que mata con carne. Terminas con pacharán, con la dueña advirtiéndote de que no te tomes otro, que el pacharán engaña, que en media hora te endulza la boca y te besa en la comisura de los labios, para luego abandonarte humillado, femme fatale.

Somos veinte en el restaurante y ya estamos en las copas. El dueño, un vasconavarro, se arranca y canta Sabina. Todos le miramos con ojos de loco, ojos de vino y estómago en éxtasis. Solo hay una pareja ajena al grupo, que no habla. Resulta gracioso observarles, agazapados tras las siete botellas por las que tienen que vivir. A ojos de cualquier extranjero esa pareja ha ido a hundirse del todo, a ojos del restaurante son dos navarros más haciendo lo que les gusta. El amor, que no es otra cosa que compartir pescado y carne y vino y café, y terminar desplomándose juntos en el sofá rendidos a la tierra para despertarse desorientados y ahora sí, entregarse al postre.

Hay algo de difícil en describir la experiencia de Azpea, porque no se recuerda nada. Solo se sabe que se fue feliz, y uno solo escucha ruido y voces gritando y cantando, y gente brindando cada cinco minutos, caras de emoción con la comida, que es conversación, ese tema en el que todo el mundo coincide. No hay tiempo para conversaciones superfluas y no se habla de política, no se habla de nada.

A mi izquierda se sienta la que pasaba por ser la fantasía sexual de un colegio de cuatro mil alumnos. Ella es delgada y muy morena y no mide más de 1, 60. Está comiendo y bebiendo más que el que está enfrente, que ya hace tiempo mandó lejos al Régimen. Él pasaba por ser uno de los macarras del colegio, y aún mantiene esa aura de tío duro y castizo y madridista que los que venimos más jóvenes sabemos respetar, manzana del Edén.

Ella le sirve más carne y él la riega con vino, y terminan cantando juntos. Es Azpea.

No hablan. Comen.

La Raza

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Kaixo! Y descorchamos,

 

Suena ´Forever Young´ de Bob Dylan, que pronto tocará en la ciudad más bonita de Europa con el genio argentino de telonero. San Sebastián, Andrés Calamaro.

No hay vino porque es lunes, pero hay agua. En botella.

 
Hace unas semanas, puede que un mes, formé parte de ese rebaño de ovejas sin pastor que es un festival. Barcelona, Primavera Sound. Como escenario el inutilizado y absurdo Parque del Fórum. Absurdo porque es fruto de la paja mental del humanista Zapatero con el dictador Erdogan, cuando aquel bulo de la Alianza de las Civilizaciones, el Fórum de las Culturas, todos de la mano y todos somos uno. Chorradas.

 
O no. Quizás tan mala idea no fue aquello, y algo si queda en este recinto. Así entiende uno que diez mil almas sonrían a la vez, y canten Don´t stop believing juntas, y se prometan amor eterno. Y uno, eufórico, también disfruta de la utopía.

 
Pocos días más tarde regresaba a Estados Unidos, y al pensamiento que me persigue desde que en Perú el bajito de nariz aguileña me condujo a casa de la pelirroja en primera línea de playa:

 

La Raza

 

What´s up bro? Me saluda el negro que limpia las oficinas.

 
Como cada vez que me hace esa pregunta, yo sonrío divertido. Cuando era joven vivía con conserje, se llamaba Paco y era del Atleti. ¿Habrá porteros del Madrid? Paco me recibía con un ¿Qué pasa? amistoso, y a mí me entraban sudores fríos. Aun hoy sigo sin saber cómo contestar esa pregunta sin sentirme ridículo.

 
No pasa nada, aquí estamos, muy bien, el tiempo es lo que pasa, ¡pasa que odio esa pregunta, gilipollas!

 

 

Con el negro (desconocemos nuestros respectivos nombres) la pregunta me divierte. Sigo sin saber que contestar pero me resulta gracioso que me llame hermano, y se lo intento hacer saber con infantil sonrisa. Si acaso él piensa que soy imbécil o que no hablo una palabra de inglés, ese ya es otro tema. Vuelvo a mi sitio y me siento, y tengo una pantalla de cine tras mi pequeña pantalla de ordenador que proyecta 24 horas seguidas la CNN, tanto es así que el fin de semana se me hace más largo que un día sin pan. ¿Cuál será la próxima agresión, el próximo Baltimore, el próximo Charleston? ¿Quien será la próxima madre coraje? ¿El próximo eslogan para agitar cabezas?

 

 

Uno es blanco, y no puede dejar de sentir culpa aunque no sea él quien ha esclavizado a su hermano, quien le ha puesto más fácil encajar en el mono naranja que en el birrete de graduación. Pero la culpa se quita aprendiendo. aprendiendo a saber no culparte de lo que no eres, igual que aprendes a no reírte de las piernas de Irene Villa, del judío de nariz gorda. De las bromas racistas. Y si no te llamas Zapata, aprendes pronto, por lo menos antes de los treinta, que solo faltaba.

 
Quitarse la culpa es el primer paso hacia la normalidad, que existe. Y uno piensa que el racismo quizás sea algo aislado, fuegos que prenden víctimas de coyunturas, del mal gobierno. Y de repente uno se encuentra parejas mezcladas, grupos de amigos de pecas naranjas y ojos rasgados, el jefe negro del taller y el blanco cambiando ruedas.

 
Y se despierta y camina a por un café con Ashley, de Mississippi, que le cuenta sobre su ciudad natal, Jackson. 75% de negros, cuna del blues y de la esclavitud. Y ella le promete que todo va mejor, que cada vez es algo más residual, que solo algunos abuelos mantienen la llama, como una Esperanza Aguirre alertando de los sóviets.

 
Bien, piensas, quizás, después de todo, sí seamos uno, sí seamos todos hermanos. Suena Don´t Stop Believing en Barcelona, diez mil jóvenes se abrazan y quieren cambiarlo todo. De repente uno observa y lo entiende todo, y desaparece la sonrisa.
En todas las manos, botella de agua.

Amanece en Nueva York II

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Verboten -Priscilla Omil

 

Kaixo! Y descorchamos,

 

Suena The Sun de Parov Stelar y Graham Candy.

 
Una banquera bilbaína afincada en Nueva York sueña con hacer bailar a las masas pinchando música en Output, discoteca de referencia en Brooklyn. Se imagina con el pelo corto y de atuendo lo que ella es, una ejecutiva por hacer, y se mira de espaldas. A sus pies, incomprendidos se encuentran en los cambios de frecuencia que ella acciona. Bailan con los ojos cerrados. Ondean sus cuerpos de bandera en el viento que trazan sus cuellos.

 
Amanece en Nueva York

 
Uno comparte un desayuno-comida (lo llaman brunch) con una chica de Queens en un restaurante de la zona noble de la ciudad. El lugar es vegano, como ella. Estoy alerta. Un vegano es para mí lo que un comunista para mi abuelo, les guardo un odio frontal, sin adornos. Cuando miro a los ojos a un vegano pienso en Sepúlveda, me acuerdo de esa mujer con velludas verrugas que tan feliz es sirviendo cordero en el Figón de Tinin. Me la imagino en el paro o, con la mirada perdida delante de un camión de comida (lo llaman food truck) en una metrópoli en la que ella, llamémosla Encarni, ya perdió su historia. Nadie la saluda. Los clientes dejaron de bromear con su vino amargo, ya no hay huesos que dar a Franco y el perro murió de inanición.

 
Encarni mira desconsolada esas palabras tan extrañas, hummus, soja, tofu. Persigue con la mirada a los escuálidos barbudos que se dejaron convencer y tornaron en fanáticos veganos, comunistas del garbanzo. Ella no les entiende, pero su revolución ha triunfado. Encarni saca fuerzas antes de morir de pena para sentenciar: “son gilipollas”.

 
La chica de Queens es afroamericana y viste lo que imagino es un vestido étnico. Pienso entonces que así será como hay que proceder en estos sitios y en estos domingos que por lo menos son casi de ayuno. Luego uno observa que a su derecha y a su izquierda hay mesas separadas por el largo de un tenedor. En la primera come ruidoso un gordito de pelo blanco con gafas de montura rosa a juego con sus pantalones y camisa, donde los botones se aferran al hilo para no saltar. La otra mesa la ocupa una familia judía en la que el hijo mayor murmulla sólo. ¿Serán todo consecuencias del veganismo?

 
Eva, la afroamericana de Queens, pensaba estudiar ingeniería informática en el MIT, pero se inclinó a última hora por hacer cine en Harvard. Hoy es guionista y jurado de algún festival de alfombra roja. Le pregunto si es consciente de que en cualquier pueblo español, y me atrevería a incluir a Portugal, los lugareños conocen su universidad y la mirarían con admiración, como a un extraterrestre. Un extraterrestre no vegano, claro. Su respuesta me sorprende:
“Sure I know, that´s what makes us better than Yale. Anyway, I must reckon, and this is kind of embarrassing, I´ve never been outside the States. I´ll have to be in Toronto for work sometime soon and that will be my first time abroad”
Y sonríe grande.

 
Uno se había comido medio plato de no huevos sino tofu Benedictine escuchándola hablar de cine europeo, mientras asentía y echaba gasolina al monólogo con afinadas preguntas de vez en cuando, entre trago y trago de albariño orgánico, que hasta eso existe. Mientras tanto, jugaba a adivinar la edad de Eva. Para cuando escuché esta respuesta ya había decidido que nos separaban quince años, que ella acariciaba, sino dejaba atrás, los cuarenta.

 
Sigue uno sin entender nada y por fin lo entiende todo. Eva puede viajar pero no viaja, porque no lo necesita.
Su mundo es Queens y las mil razas que lo habitan, su vida son millones de películas que le proyectan la realidad sobre un sofá de mantequilla. Su día es Nueva York, es trabajar duro y embarcarse en atractivos proyectos, y terminar hablando de libros a las cuatro de la mañana en Output con algún extraño, citándole a comer Tofu el domingo siguiente.

 
Pido la cuenta, me apetece McDonald´s.
Amanece en Nueva York

 
Y mientras, la banquera bilbaína, con los ojos cerrados, pincha la siguiente canción.

Amanece en Nueva York

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En un décimo piso, por cuarto unas ventanas. Orchard Street. Siete de la mañana de un domingo pintado de verano. Desde la cama se divisa cemento. Mucho. También la torre de la libertad, edificio algo mundano que poco tiene que ver con aquellas otras torres asesinadas. No estaría mal caminar hasta allí, y volver a sobrecogerse con esos dos vacíos colmados de victoria. Ladran luego cabalgamos.

 
En Nueva York se levanta uno saltando, ergo se levanta de la cama sin ayuda, porque no la hay. Y mientras se viste de corto, emite inexplicables sonidos frente al espejo y escucha ‘Cuando no estás’ de Calamaro. Son estas canciones las que hacen correr más rápido, las que le suben a uno la bilirrubina, si acaso bilirrubina no es la forma en que Juan Luis Guerra se dirigía a su pene, yo me temo que sí. Me sube la bilirrubina.

 
Uno está de visita sin turismo, y aprovecha las noches y los días para vivir la ciudad con los que sí la trabajan. La familia neoyorquina es una manada de hispano hablantes que con más o menos equipaje, aterrizaron un buen día para jugar a Will Smith vendiendo escáneres de densidad ósea en La búsqueda de la felicidad.

 
Hay fotógrafos, también publicistas, hay arquitectos. No puede faltar el cocinero catalán sin Facebook. Esporádicamente algún bicho raro con horarios, e incluso un modelo con luces. Y misteriosos hombres que viven de misteriosas rentas. Nueva York como patio de recreo.

 
En esta ciudad hay mucho tatuado, mucho tarado que grita en el desierto. Pero todos bailan una sardana de grandeza (i.e. una jota), todos tienen una historia que contar. Y mucho más que ocultar.

 
Si en Murcia una paisana se presenta como fotógrafo, y te dice que se llama Margarita, uno tiende a quedarse igual. Si tiene el día finge interesarse para quizás acabar descubriendo, algo inquieto, que su interlocutora ha firmado la última portada de Jara y Sedal, si es que aún existe. Yo espero que sí, añoro esa guerra de guerrillas con Interviú en las gasolineras castellanas.

 
Y amanece en Nueva York

 
Aquí ese fotógrafo nació para boxear, para llegar y tumbar a la lona los horarios, permisos de trabajo, los sueldos a fins de mes. Gancho de izquierdas para noquear el equilibrio. Ya lo decía el otro día en inglés (?) una uruguaya: “Balance is overrated”. Evidentemente si esto te lo dice una rubia sospechosamente sexy que además surfea y viste y habla sin filtros, uno lo acata como verdad universal.

 
Y la cantante argentina da bolos en día par. En día impar se paga los discos siendo la madre que una banquera no quiere ser. Más allá, otra rubia andaluza hace de los mercados sin turistas de la Polinesia su Triana particular. Y con muebles llega a Nueva York a seguir haciendo ruido. Y la fotógrafa de Alicante trabaja más horas de las que tiene el día, y convierte a la modelo en súper modelo con endiablados trucos.

 
Nadie se queja porque los quejidos quedaron atrás en el parque. En colillas y escupitajos. Y uno lo que no echa de menos son esos Noah Cicero de la vida. Les llaman hater pero yo también veo videos virales, y se me ocurre que hemos encontrado una nueva acepción para trapacero. ¿Odiar al odiador le convierte a uno en trapacero?

 

 

Sigue Andrés cantando, Y Andrés primero te lee, luego te cansa y después ya te canta.

 
“Vayamos pintados con sangre de los dos. Siempre.”

 
Amaneció hace tiempo en Nueva York

Tiempo

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Kaixo! Y descorchamos,

 
Hace menos de un año que empezó vinoveritas, mérito del buen samaritano que se hizo cargo de los engranajes.
El primer artículo, por el qúe aun brotan cismas en los pasillos de la Comisión, contaba sobre elecciones. ¡Horror, Democracia! Un año después volvemos a tener otras a las puertas, y además deciden el bastón de mando de la capital centro del mapa blanco, Madrid.

 
Yo ya empiezo a saltar pies juntos imaginando esas gráficas en 3-D y ese porcentaje de escrutinio que crece envenenado. Algún día, alguna prestigiosa universidad guatemalteca evidenciará la similar excitación que producen el gol de Ramos al Atleti y un sondeo a pie de urna. ¡Últimos minutos, primeros datos de participación!

 
Tiempo

 
Mientras tanto uno sigue a una distancia prudente, y para cenar alterna entre otro par de mesas siempre olvidadas. Continúa esa fascinación por el discurrir de la noche en este bar de hotel yanqui. No son ni las ocho y la barra ya está llena. Llegan y se sientan en taburetes en ese sentarse elegante de las gentes de espalda recta, apenas cenan pero beben vino. La camarera se pasea lanzando dardos peruanos de opinión. Consigue así subir el nivel de todas las conversaciones. Y los extraños ya ríen juntos, y hablan de Irán, y del Ave Fénix Clinton.

 
En la distancia, a veces les escucho mientras creo leer. Las más me encuentro preguntándome cuántos días seguidos puede uno cenar un sándwich de queso cheddar con, en lugar de patatas, verdura y fruta de pareja de baile. Todo ello regado por una pinta de cerveza Blue Moon que llega a mí con rodaja de naranja. En propiedades esta cena no tiene nada que envidiar a un bote entero de multi-vitaminas, pienso yo.

 
Tiempo

 
Ella y él observan divertidos como la familia mejicana, mafiosa cree él, y esas dos chicas indias, bellas piensa ella, coinciden con nosotros por tercera vez en dos días y a dos horas de avión. En situaciones inconexas. Y las señales se suceden. Tangibles señales.

 
Tiempo

 

Ella ve el sueño en portada mientras compra libros. Él sueña pero nada ve. Y en el caso de él, que así siga. Porque a ver sino cómo me explico yo el haber soñado con Esperanza Aguirre dándome clases de inglés en el Liceo.

 
¡Elecciones!

Personas

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Kaixo! Y descorchamos,

 
La otra noche era la última en Perú y como es menester en estos casos salí a emborracharme con mi familia limeña, en la que además no hay ningún hombre, cosa que siempre se agradece. Tras bailar algo de Rock and Roll, arreglarle el encuentro a una joven judía con su ex novio cristiano y reír viendo como J conseguía despertar del letargo al pinchadiscos a base de movimientos imposibles, terminé con Stephanie en la terraza de mi cuarto, escuchando las últimas canciones y fumando los últimos cartuchos. De frente el Pacifico, la eternidad.

 
Stephanie es una prometedora periodista limeña, y quién no ha soñado con terminar la noche diciendo tonterías al lado de una junta-letras que ríe con entusiasmo y de todo opina con guasa. La música estaba alta, y la terraza del cuarto era tan grande que la compartían varias habitaciones. Tanto es así que apareció por la puerta una joven alta de pelo corto a la que no pude sino sonreír y prometer que se acababa la fiesta. Así fue, Stephanie marchó y yo quedé sólo.

 
Me tumbé sobre la cama, emocionado por unos días de tanto pulso. Sonaba Bon Iver bajito, que es lo mismo que decir apenas sonaba música. El altavoz estaba en la terraza y apuntaba –ahora todo lo dudo- hacia mi cuarto.
De pronto apareció el que imagino era el novio de la joven alta de pelo corto que no podía dormir. Era británico, o quizás australiano, algo mayor que yo y cien veces más en forma, y presentaba los ojos fuera de órbita. Alternaba gritos, vociferaba cosas tan dispares como que iba a llamar a la policía o que me iba a matar ahí mismo, y su cuerpo de Crossfit estaba henchido y la sangre le había subido a la cabeza, que en cualquier momento iba a estallar. Hizo añicos mis altavoces con un movimiento sagaz de pitcher de béisbol y vino a por mí golpeando todo lo que encontraba. Yo solo repetía “I’m sorry” mientras retrocedía hasta dejarme caer boca arriba sobre las sábanas pensando que hasta aquí habíamos llegado, que por lo menos me desgraciaban tras unos días inolvidables. La sangre no llegó al rio; en un momento dado salió a la terraza, quizás a pensárselo dos veces, y yo cerré la puerta de una y con pestillo, apagué la luz y me dormí con lo puesto y la boca humeante. Quién sabe qué hubiera pasado si me lanza el primer puñetazo. No quisiera yo morir tan lejos de casa.

 
Por la mañana vi a la pareja en la distancia, agazapado tras mi ventana. Les observaba desde las alturas de mi cuarto mientras desayunaban en la terraza. Tenían ambos gesto de pocos amigos -siempre ha habido gente muy quisquillosa con el dormir- y si hubiera sido valiente le hubiera montado un numerito y habría deslizado un pequeño papel en el bolso de ella avisándole del psicópata que era su novio.

 
Yo podía sentir la mirada amable de los clientes mientras me iba del hotel. Probablemente recordaban mis gritos agudos y temblorosos pidiendo clemencia…

 

Hoy estoy en terreno seguro, en un pueblo de USA, y si eso ocurre aquí ya se encarga la policía de pegarnos un tiro a los dos y luego preguntar quién era el de los altavoces.

 
En el hotel de larga estancia en el que me encuentro todas las noches se repite la misma escena. Hay una barra nutrida de alcoholes en el hall, en forma rectangular y con capacidad para doce taburetes. En el centro una camarera joven, mona de cara pero con piernas Dunkin Donuts, despacha a los clientes y ríe con ellos. Cada vez que salgo y entro de fumar me sonríe, con la errada esperanza de que algún día yo me siente allí. La barra se llena al paso de las horas, y a las diez de la noche la escena no tiene desperdicio. Desde un rastafari a mujeres finas y hombres americanamente elegantes se conocen y cuentan sus vidas, y ríen alto por el Malbec que beben sin decencia, en copas groseramente servidas como si fueran coca-colas. Hasta arriba.

 

Yo me digo que mejor eso a que estén navegando en una página de contactos o viendo tele(basura). Y además, parecen felices y acostumbrados a esos diálogos a doce bandas.

 

Y mientras ellos beben yo estoy en mi cuarto, descubriendo la película Persona de Ingmar Bergman, debatiéndome entre si soy más Alma o Elizabeth, y preguntándome porque no hay una película así con personajes masculinos. Preguntándome si acaso sería posible. Y preguntándome mil cosas.
Pero por suerte suena ‘You can’t always get what you want’ de los Rolling y uno lo entiende todo. Y sigue andando.
Personas.


j.

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Kaixo!

Mañana me voy a Cuzco.

 

Y jamás había escrito tan cerca del paraíso. Así es este ático-terraza que una vegana neoyorquina alquila en Lima. No es precisamente barato. Aun así poco pide, si acaso pudiera uno poner precio a este momento, domingo de verano noche, fruta y tempranillo. La voz de Julia Stone de fondo.

 

Lima, Dulce Lima.

 
Lo que aquí sigue no es una carta de amor, o quizás sí. ¿Cuántas formas puede tomar el amor? Y lo que es más importante, ¿es legítimo hacerse preguntas tan cursis?

 
Y descorchamos.

 
En el mundo hay elegidos, como Elizabeth Lee Miller. Nació un 23 de abril de 1907. A los ocho años la violaron, y a los ojos del mundo se repuso. A los 19 años fue portada de Vogue, convirtiéndose en musa del momento. A los 25 era una de las fotógrafas de vanguardia en Paris. En el Paris de Picasso y las noches de Montmartre. A los 27 se casó y se fue a vivir a Egipto. Poco después se separó. A los 37 era corresponsal de guerra, en primera línea. Nadie más valiente, nadie más audaz. Relataba las atrocidades alemanas con crudeza y sin velo. Para Vogue.

 
Yo tengo la suerte de haber conocido a J, una peruana de 20 años que si no ha sido portada es porque no la encontró Condé Nast en una acera de Nueva York, como si le ocurrió a Lee Miller.

 
J nació y vivió en una familia de la elite de una capital que en algunas capas sociales se transforma en pueblo. Uno de esos pueblos castellanos de película antigua, donde las campanas de la iglesia marcan el lento caminar de las almas, que aprovechan los descansos del campanero para hacer el amor y cometer el crimen. En el mundo de J todos hablan, todos vigilan. Muchos clavan el puñal del apellido.

 
J nunca pasó hambre. J sufrió las heridas que nadie ve, las que se abren lentas y a una edad temprana, en casa, cuando se cierra la puerta y los invitados ya se han ido. Aun así J recibió amor, y por eso su mirada, que puede parecer triste, no lo es. J no mira sino observa, registra, estudia.
J quiso huir pero quedarse. Y así viaja y viaja pero vuelve. Porque sin ella el castillo de naipes se derrumba. Se necesita tenerla cerca, poder buscarla con la mirada, refugiarse en su aliento.

 
J viaja a China y a la India, a Nueva York y a Paris. Por equipaje suele llevar bondad. Mucha. Y su cámara. También a su hermana, que hace de hermana y la empuja hacia delante. Hacia la luz.

 
J es fotógrafa, y si ella quiere será la mejor. En la foto o en el cine. O quizás solo en la vida, que no es poco.
J habla pausada, se toma su tiempo, escoge las palabras y nada dice en vano. Tiene 20 años pero mucha música, mucho cine, y también literatura. Ha vivido, ha amado, y ha sufrido. Porque J está loca.

 
Loca por vivir. Y aquí cito a Jack Kerouac en ‘On the Road’, porque lo explica mejor que yo.
“the only people for me are the mad ones, the ones who are mad to live, mad to talk, mad to be saved, desirous of everything at the same time, the ones who never yawn or say a commonplace thing, but burn, burn, burn like fabulous yellow roman candles exploding like spiders across the stars”

 
Así es J, y con una persona así uno quiere irse al fin del mundo.

 
El fin del mundo es Cuzco.