ingravido

Noche en Benicassim, Castellón, España

 

Kaixo, ¡y descorchamos!

Hace unos días se hizo la madrugada en el mirador. El mirador se encuentra en Las Playetas de Bellver, en el término municipal de Oropesa. Hacia el este se expande el Mediterráneo, hacia el sur la bahía de Castellón, una playa de kilómetros separada de la montaña por una hilera de edificios sin fin. Los amigos quemábamos adolescentes el verano fumando en el mirador, que compartíamos a regañadientes con las parejas de románticos, que dejan su huella en forma de pintadas sobre los bancos donde se besan, a cada cual más cursi. La última, dirigida a una Vanessa, decía así: ¨Se me para el mundo cuando nuestras narices se rozan”. Quiero pensar que Vanessa se emocionó al verlo, y correspondió a su pareja, a él o a ella, con sexo furtivo en el Seat Panda bajo la luna de sangre que toma las noches para colorear nuestro aburrimiento.

Pasábamos las horas en el mirador. Frente al mar cuando las grúas se fueron, dándole la espalda cuando el boom inmobiliario, observábamos desconcertados las grúas que transformaban impávidas lo que era monte en un paisaje desordenado de mansiones coloridas. Ese monte lo quemaron un invierno con precisión matemática. Sobre las cenizas se abrieron paso las hormigoneras. Eran los tiempos de San Carlos Fabra en Castellón, de Marina D’Or Ciudad de Vacaciones qué guay, cuando todo era sólido.

Todo lo que era sólido es un libro de Antonio Muñoz Molina. Es un retrato sin prisas y certero de todo lo malo que hemos hecho los españoles con España en las últimas décadas, con especial hincapié en aquellos días en los se alcanzaba antes el apartamento en la playa picando de albañil que estudiando una carrera, cuando enriquecía más ser concejal de urbanismo en el pueblo que montar un chiringuito, dar de comer, crear valor. Antonio Muñoz Molina observaba aquellos maravillosos años desde Nueva York. Y por eso mismo, por la distancia que le separaba del ruido, observaba mejor. Y es que aunque joda, no entiende mejor el país el de dentro sino el de fuera, aquel que se limita a observar sin formar parte, el que puede comparar lo que ve con lo que vive.

Esa es, justamente, mi suerte, y tras haber leído aterrado la obra de Antonio Muñoz Molina, el cuerpo me pide detenerme en todo lo que es ingrávido, lo que somos y lo que hay, ahora que las grúas parece que se fueron, ahora que ser honrado vuelve a estar de moda.

Se ríe Twitter, el altavoz de los ignorantes, de Susana Díaz. Se ríen de ella por muchas razones, aunque aquí pretenderemos que nada tiene que ver con su condición de mujer, gorda, andaluza. Critican una rueda de prensa en la que venía a decir que en el origen de la indignación que explotó en Sol, aquella en la que participábamos gente con chándal y becarios con traje aunque a estos últimos nos ha negado la Histeria, estaba la frustración de la gente al darse cuenta de que ya no podrían tener “la casita en la playa”. Entienden mal esta frase los voceros de Twitter, acomplejados Dios sabe por qué. La realidad es que a Susana no le falta razón. Y yo, que prefiero hablar mal de mi país en silencio, explico en Ámsterdam que en España una mayoría de familias tiene un apartamento en la playa o puede permitirse pasar dos semanas todos los veranos en la playa, que no es un privilegio de los ricos, que tenemos mucha costa, y que, gracias a las temibles grúas que arrasaron con ella desde los sesenta hasta hoy, el veraneo se democratizó de tal forma que todos podían soñar con veranear, y casi todos podían cumplirlo. En la madrugada en el mirador una amiga, que nació y morirá rica, observa disgustada el caos de bloques de hormigón que se suceden por todo el litoral. Con razón describe mi amiga la fealdad del paisaje, lo que podría haber sido, y se entristece por no tener frente a ella una costa virgen, adonde lleguen unos pocos privilegiados en yates mientras otros pocos turistas descansan en hoteles monos de corte balinés. Coincide en su crítica con gente que ni nació rica ni morirá rica. Y la postura de ella es comprensible, la de los segundos es algo más confusa, pues no aprecian que en esas torres tan feas hay gente como ellos que sufre en invierno para desayunar en agosto frente al mar con la familia, para tirarse en la playa a primera hora a pensar en nada y sentirse privilegiados. Gentes que, en definitiva, quieren y pueden ser felices.

Lo ingrávido no se puede pesar, flota en el aire, y por eso nunca sabremos si los perdedores de la globalización (en esa forma algo absurda que ahora utilizamos para llamar a los pobres) son más felices en el norte de Europa o en España. Yo me inclino por lo segundo, aunque sólo sea porque, independientemente de cual sea el origen, la maravillosa herencia árabe o los oscuros siglos de omnipresencia de la iglesia, existe la red familiar. En el norte de Europa la precariedad incluye una dosis de sal sobre la herida en forma de soledad, inconveniente poco apercibido del individualismo y sus bondades. En España si uno se jode, o le joden, suele tener a quien llamar, y normalmente no necesitará pasar por el engorroso trance de pedir, pues ya antes habrá aparecido un familiar o un amigo para arrimar el hombro. En una entrevista de Karina Sainz Borgo a Almudena Grandes, esta última constata que la verdadera marca España son las redes de solidaridades familiares, y explica: “Cuando se publicó El lector de Julio Verne en Alemania, en 2012 o 2013, entonces en Europa les encantaba hablar de la crisis española. Cuando ibas a presentar un libro, te preguntaban: ‘¿Y por qué en España hay paz social?’ Yo siempre les contestaba: tengo tres hermanos y hablamos todos los días. Los periodistas listos lo entendían al instante.”

Me animé a escribir esto tras recibir una nota de voz de un amigo turco judío cuya familia fue expulsada de España hace siglos. Ahora está inmerso en los trámites para obtener la nacionalidad española, consecuencia de una justa iniciativa que promovió Gallardón, y que fue presentada como la reparación histórica a los judíos expulsados de Sefarad (España). Este amigo turco, si tiene suerte, podrá decir con todas las de la ley que es español cuando intente ligar en Holanda, pues hasta ahora, para evitar que la conversación con las rubias muera antes de tiempo, se siente más cómodo ocultando que nació y creció en Turquía y se hace pasar por español. La nota de voz la envía en Barcelona, adonde se escapa desde Amsterdam un fin de semana al mes – a Estambul solo vuelve si hay funeral. En ella se adivina una sonrisa amplia al borde de la emoción, y lo que dice, con música y voces jóvenes de fondo, lo transcribo a continuación: “Amigo…this country is the best country in the whole fucking existing universe…Spanish people are amazing and they are so lovely I can´t even explain…so beautiful man…the weather, the people, the scene, the view…Oh my God”

Todo lo que es ingrávido.