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Kaixo! ¡Y descorchamos!

Salgo a las cinco de la tarde un día entre semana. Mis empresas pueden vivir sin mí. Cojo la bicicleta, extensión verde de mi espalda, y me dispongo a recorrer esa autopista que es Kinkerstraat, dirección centro de Ámsterdam. He quedado con una vieja amiga. A decir verdad es algo más que una amiga. Nuestros padres nos bañaban juntos de pequeños. Supongo que por ahorrar agua. Ella ahora es rica y vive en Londres, y ha volado a pasar el día supervisando las obras de un futuro club muy club de artistas pretenciosos. Esto no lo sé hasta que la veo y me lo cuenta, pero cuando nos despedimos cierro la puerta de su UBER con la promesa de conseguir carnet. Si no valgo para escribir por lo menos echaré unos largos en la azotea junto a los que sí.

Kinkerstraat es una larga recta flanqueada por comercios de todo tipo y ninguno sofisticado que une mi chalé en el oeste de Ámsterdam con el centro de la misma. En las pedaladas por Kinker uno piensa en escribir, y va armando un texto mientras adelanta a dos policías mujeres que van en bicicleta. Mi generación, esa a la que le metían supositorios de biodramina por el culo en los noventa, ha crecido cortada con series americanas de sábado por la mañana. Una de ellas, quizá la mejor, era Pacific Blue. Pacific Blue contaba las locas aventuras del departamento de policía de Santa Mónica, donde iban todos en bici, eran todos guapísimos. Yo cuando pienso en escribir y me topo con la policía a pedales de Ámsterdam tomo aire, yergo la espalda y adelanto, por el desfiladero izquierdo que deja el carril, a velocidades que considero de vértigo. Es mi pequeña travesura del día, y la acometo pensando en qué escribir.

Una de las cosas más animosas para pensar en escribir es ir al cine. Ver una película. Ayer fui al cine del barrio, con mi vecina y amiga del barrio. Es un cine tan hípster que no ponen palomitas, y por ello les odio, pero está tan cerca. Ella tiene nombre de diosa nórdica. Se llama Freya y aunque sí es rubia, también es belga y pequeña. Y sorda de un oído, el izquierdo. Soy tan amigo que he desarrollado automatismos y sin pensar, en bici o a pie, o en el cine, me sitúo a su derecha. Por eso cuando veíamos la película podía explicar que ese juego de cartas que aparecía en pantalla es el mus, y que todos nos dedicamos a ello al entrar en la universidad. Veíamos una película española, Tarde para la Ira, que en el cartel del Filmhallen de Ámsterdam se llama The fury of a patient man. A Freya la película le gustó. Yo me callé, y pensé que ojalá algún día vea una película española donde los personajes y la trama sean elegantes, algo así como lo que hace Sorrentino en Italia, como el cine francés. Tengo la sensación de que a los españoles en nuestro cine nos proyectan siempre con ojeras terribles, en bares de barrio, con vidas insatisfechas y mediocres. No hay dos Españas si no miles, y muchas de ellas jamás salen en pantalla. Lo dice David Trueba en El País, hablando de los males y bienes del turismo. Es su forma de desmontar esa falacia de las dos Españas, la solución binaria a todos los problemas. Rojo o azul, siempre rojo o azul. “Mientras llega el día en que comprendamos que un país es un ente complejo que nunca saciará el gusto de todos…” Por cosas como esta me cae bien David Trueba y me gustaría tener 30 años más para compartir café con él y con su amigo Javier Cercas, y sentarme detrás en el coche volviendo de Ibahernando, mientras el primero le habla al segundo sobre el amor y su divorcio (El monarca de las sombras, Ed. Random House). Me cae bien por esto y porque justo hace un año celebré mi cumpleaños cenando en el Ritz, y con la tripa llena nos fuimos a tomar una copa a un bar farandulero de Madrid. Era un miércoles, y en el bar estaba David Trueba con algún otro de la tele. Y se le veía agradable, buen conversador, buen bebedor.

Me voy acercando a mi amiga, y sigo pensando en qué escribir. Me acuerdo entonces que en tres horas viene a mi casa Marcela, una colombiana que me quitó el hipo un sábado. Me sorprende que se haya interesado en mí, pienso que va a ser verdad que los holandeses son un coñazo y pésimos amantes. No ha sido fácil convencerla. Es tres años mayor y se mostraba reacia a tomar vinos con un baby. Por suerte le he mandado un artículo sobre la relación de Macron y su esposa.

Ha funcionado. Acaba de tocar el timbre. No pensé que utilizaría a Macron y Brigitte tan pronto en el tiempo.

Vive la France