maribel verdu

 

 

¡Kaixo! ¡Y descorchamos!

El invierno de febrero es triste. Lo es al menos en este país de Falcianis y tranvías. Y aún más si te pone de mal humor esa gente que esquía. Esa gente a la que hace feliz madrugar para pasar un día largo doblando las rodillas, haciendo colas, y luchando contra el Gore-Tex cada vez que se hacen de vientre.

Pero hay cosas que de repente a uno le hacen escribir. Como leer a Jabois, del que jamás veréis una frase tan cursi como la que precede a esta.

Acabo de cerrar su libro ‘Irse a Madrid´, no sin antes levantarlo al cielo como si de una Champions se tratara. A las buenas lecturas hay que honrarlas y celebrarlas. ‘Irse a Madrid’ es una recopilación de textos cortos y amenos que cuentan vida. Como hombre errático, mujeriego, y noctámbulo que fue, hacen reír sus ocurrencias y vivencias. Y como escribe con lucidez -quizás gracias y no a pesar de esos años de barras- deja reflexiones que abren heridas. Son esas verdades que hemos aprendido a ignorar porque siempre aparecen en la frase más insospechada cuando no a través del espejo, ese que te desnuda si te paras a mirarlo.

Jabois es ese hombre al que aspirábamos esos otros que llevamos una vida razonable, de la que presumen los nuestros y envidian los vecinos. Pero en nuestra aparente suficiencia todos queremos haber sido algo Jabois, habernos curtido a los 20 años en Pontevedra escribiendo a diario la columna de un periódico de provincias, exagerando el robo del bolso a la farmacéutica o, mejor aún, contando nuestras propias batallas, que siempre son las mejores.

Una de esas le ocurrió hace unos días a un amigo que a lo mejor fui yo. Conoció a una asiática (llamar asiática a una turca le da un plus de exotismo) con cara de cabrón y mirada entre penetrante y perversa. El amigo quedó hechizado, quizás por el embrujo caribeño del ron que se regalaba.

Terminó en casa de ella, tras un largo y adolescente paseo que invitaba a soñar con una noche para los nietos. No pudo ser, y cuanto se alegra uno. Ella tenía un gato gris y peludo, esa clase de mascota que te preguntas para que coño existe.

El amigo es alérgico a los felinos. Y al polvo. Es muy fino él. Y tras veinte minutos rascándose rabioso y con los ojos como vidrio resquebrajándose, hubo de levantarse, agachar la cabeza, y reconocerlo:

“I have to go”

Ella, algo indiferente, se levantó a recoger la ropa que él ya no portaba. El abrigo y el jersey. Abochornada, o quizás esforzándose para no humillarme con su carcajada, le alertó de que el gato peludo y gris había utilizado su ropa para marcar territorio. Manda huevos.

Y así fue como salió de la casa el amigo, tiritando y rascándose, riéndome de mi mismo, que es la mejor de las risas, y con una bolsa de plástico cuyo olor por poco hace volcar al taxista.

Jabois también habla de la primera novia, de como irremediablemente le cayeron cinco años a la espalda cuando ella se terminó. De como ella marchó pero siempre flota su recuerdo, por ejemplo en esencia. En perfume.

Pasarán diez años que cuando cruces con una mujer del mismo perfume, volverás en el tiempo. Volverás por un pasillo rápido cargado de tiras de fotomatón felices, pero también un pasillo invadido por objetos que gravitan, con los que te golpeas y quedas aturdido unos segundos. Largos segundos.

Estarás quizás ilusionado, soñando en el Perú, pero en esos momentos volverá.

Podría ser peor, por ejemplo que tu hermana usase el mismo perfume.

Menos mal que me fui de casa.