Fotografía: Timothy Baker (an ethnic Albanian woman hand-delivers a love letter to a French peacekeeper in Kosovo)
Escribo en la parte derecha de la pantalla. En la izquierda y por streaming veo el Albania-Suiza del Europeo. La gente no lo sabe, pero un Albania-Suiza es uno de esos partidos que paran el tiempo en la ya de por si quietísima Zúrich. Desde los sesenta hasta hoy Suiza ha sido siempre tierra de destino para los albaneses. Albaneses que huían de la persecución del hambre, de Tito, de la guerra, o de las tres a la vez. Eran familias que llegaban buscando hacer unos duros rápidos para volver pasada la tormenta. Esa es la idea de toda emigración. Pero luego ocurren cosas. En el peor de los casos lo que hay en casa, el hambre o la guerra o la violencia, no desaparece. En el mejor de los casos echan raíces, se enamoran a su pesar o se hacen fuertes en sus oficios. Y se quedan. Se estima que en Suiza puede haber cerca de 400,000 albaneses de nacimiento u origen. Albania país, Wikipedia mediante, cuenta sólo con 3 millones, que suben a cinco si nos enemistamos con los serbios e incluimos Kosovo.
Hace años me enamoré durante una semana de una albanesa. Nos entendíamos por gestos. Tenía unos diecinueve años pensé entonces. Ahora juraría que eran bastantes menos. También tenía, y espero que los conserve, los ojos azules más grandes y blancos que se hayan visto, y una cabeza pecosa y redonda siempre estirada por una melena larguísima que caía. Era de una delgadez extrema, tanto que haría las delicias de esa gente que ve enfermedades en todo el mundo, pero en su caso no había tara, era cosa de constitución. Hay mujeres que nacen modelo y viven en pisos pequeños. Ella trabajaba planchando camisas en una cadena de lavanderías, que de todo se puede hacer franquicia. Esa semana fui cuatro veces a llevar mis camisas. La tercera vez agoté mis existencias y terminé comprando camisas baratas que arrugaba antes de llegar. Ahora miro a la izquierda de la pantalla y la busco entre el público albanés, cosas del streaming.
El partido lo veo en rojadirecta, una página que ofrece deportes de forma gratuita y en vivo. Es por supuesto ilegal, pero todos lo hacemos. Lo hacemos porque todavía no se han vencido las barreras, los poderes más o menos fácticos que evitan que haya una suerte de Spotify que nos ofrezca los partidos a poco precio. El mismo servicio en muchos países, y los partidos narrados en el idioma que nos apetezca escuchar. Y que un joven murciano, Murcia siempre es buen ejemplo, pueda pagar cinco euros al mes y ver el partido de Inglaterra narrado por ingleses serios como Steve McManaman. Y que un chico de Eindhoven mejore su castellano viendo a la roja con los comentarios de un español serio como José Antonio Camacho. Un servicio así no existe, y si existe no se vende bien y es de difícil acceso, que es igual que no ser.
El precio cuenta, sí. Pero también se trata de estar, de hacer mucho ruido y de ponerlo a huevo. Como Amazon con los libros. Y aun así, se estima que de cada cuatro libros que se descargan en la red, tres son ilegales. Si cruzas ese dato con que el 35% de la población española declara no leer nunca y tienes en cuenta lo que decía Bourdieu sobre el capital cultural, no hay justificación de precio que valga.
Somos unos desaprensivos.
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