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Picture by Janice B.

 

Ahora duerme en un catre en una antigua fábrica, él que vivía en hoteles ahora se ve refugiado. La memoria le aguanta y los días son largos. Ocupa su tiempo gracias a su cuaderno ya desgarrado, donde por la mañana escribe el día de un mes de un año pasado. 13 de enero de 2017, escribe en negro con suavidad. Entonces se levanta y gastan sus ojos las horas apuntando al suelo. Allí es donde yace la hoja, donde él revive ese día de ese mes de un año pasado. Por momentos ya no distingue si vive en la hoja o en la mirada, y ahí es cuando empieza a balbucear diatribas que a nadie extrañan, extraños son todos.

13 de enero de 2017, todavía faltaba para que se desatara la tormenta que lo inundaría todo.

Y recuerda:

A las once cierra los ojos, cree que va a dormir como todas esas noches en que se toma la pastilla, una píldora marrón que le dio el gurú crece pelo. Él siempre sospechó que fuese un placebo, pero entonces recordaba al gurú, su tienda de Velázquez, la larga fila de señoras que ya lo han probado todo, los caballeros bien avenidos que miran alto y limpio. Y él toma la pastilla y cree que va a dormir cuatro horas de corrido, que va despertarse sereno.

Pero se despierta a las doce ojiplático, y calmadamente se incorpora en esa habitación de hotel de tercer mundo. Camina firme al baño. Es entonces cuando sabe porque se ha despertado, y empieza a ser consciente de que acaba de llegar de un sueño. El corazón empieza a tomar aliento. Primero lento luego rápido. En lo que tarda en mear saborea por última vez cada instante de ese viaje tan vivido y detallado que le parece haberlo soñado durante toda esa hora.

Y recuerda que sueña:

Está en un piso elegante, alumbrado por una lámpara de araña de biblioteca rica. Hay tres quizás cuatro sofás de tonos claros, alfombras con motivos florales y pintura abstracta en las paredes. Cruces desteñidas, trazos que agonizan, colores vivos. Es una fiesta, o quizás la continuación natural de unos postres de una cena navideña que seguro ha sido divertida. No son más de diez, pero él solo está pendiente de ella, y en medio de la algarabía y la música él acaricia su espalda, la toma del brazo y bailan. Ríen a carcajadas y él sonríe feliz. Es dichoso. Está enamorado. Torpemente agarra su mano y aprieta su cuerpo menudo contra él, y ella le guiña un ojo y él entiende ese guiño. La sigue al dormitorio y no se ha terminado de cerrar la puerta ya se ha desnudado. Su erección es firme y tienen prisa. Se deja ella caer en una cama interminable. Pero suena la puerta y se visten y entran las amigas de ella, pues él está de visita fugaz, casi ausente, en la ciudad de ella, allende Los Andes.

Apagan la música y salen todos de la casa, y caminan juntos buscando una vieja pizzería de toldos rojos que él ya conoce. Camina divertido con la novia de otra vieja amiga, otro viejo amor. Encuentra él la pizzería y de repente el sueño se torna confuso, pues el juraría que ese lugar no está en Lima, que él estuvo en esa pizzería en algún otro país, con alguna otra gente. Se lo hace saber divertido a la novia. Y juntos esperan al resto de las amigas, a la novia de la amiga, a la enamorada de él.

Se enciende el cigarro, se pregunta cómo va a volver a dormir, tan desvelado como está. Piensa en el placebo crece pelos y decide que es una mierda. El estrés se nace y no se hace le dirá al gurú la próxima vez.

Con la primera calada recuerda el final del sueño. Es incapaz de ponerle cara a su enamorada, y se descubre con la novia de su amiga mirando atrás, en la misma dirección, esperando los dos. A la misma mujer.

Y deja de recordar, también deja de soñar.

Se tumba sobre su catre en una antigua fábrica. Un niño juega a su lado con su hoja, la manosea y gira y dobla y fabrica un avión de papel que a él le parece maravilloso, ahora que ya no hay aviones. Así, piensa él, debió despegar el primer prototipo. Con un niño. Se enjuaga las lágrimas y sonríe. Mañana recordará el 14 de enero, día en que seguramente no soñó.