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‘Manifestación’ en La Habana – Teresa Blázquez

 

 

En la novela Cometh the Hour de Jeffrey Archer, uno de los personajes, posible candidato laborista a primer ministro británico, es relegado al banquillo del partido tras un inoportuno lío de faldas. Ya en campaña, asiste a su sucesor repartiendo panfletos mientras le alecciona: “Thursday, Thursday! Always say Thursday!”. Le insiste en que repita sin cesar el día de la semana en que los ciudadanos están llamados a votar. Sólo con la repetición el pueblo, sus gentes, los de abajo, se acordarán de ir a a votar y, con suerte, lo harán por los laboristas. Así funcionan los viejos partidos pero también, aún más, los nuevos. Sirve recordar el día de las elecciones y sirve atormentar con mensajes propagandísticos. Ya lo decía, para desgracia nuestra, Goebbels: “Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Pero nosotros, ah nosotros, eso ya lo sabemos.

Lo que no acertamos a discernir es cuando, fuera de la política del Twitter, la frase repetida es otro triste truco de magia mentira.

En Rotterdam hay sólo dos ubers y un puñado de clientes leales. Por eso entre amigos, los leales clientes, comentamos nuestras carreras, transcribimos las conversaciones, comparamos. Todos hemos llegado desde distinto origen a la misma casa. En el mismo coche y a distinta hora. Mismo conductor e idénticos diálogos.

El primero de los dos conductores de Uber tiene unos cincuenta años. Es kurdo iraquí. En día par se queja amargamente del servicio de quien le emplea, de lo mal que se le paga, de lo bien que viviría si fuera taxista. Es una metralleta de lamentos. En día impar no se acuerda de ti, y te repite lo mismo. Idéntica pena, iguales caras de hastío. Este conductor, el primero, un día me pidió, en una petición que más bien era una exigencia, que le pusiera cinco estrellas de servicio en la aplicación. Sin embargo a mí, en vivo y en directo, me puntuó con un cuatro. Se disculpó diciendo que él jamás ponía la nota más alta. Y yo se lo paso porque me acuerdo de un profesor de dibujo que jamás en su vida puso un diez; “es para Dios”.

El segundo conductor es joven y atractivo, viste bien y maneja un Mercedes grande e impoluto que no es suyo. Es mi vecino, compartimos barrio. También es kurdo. Sirio, del norte de Alepo, y llegó con seis años huyendo de Sadam Hussein – el de las armas de destrucción masiva. Ahora tiene 26 y se disculpa siempre al minuto dos de conducir a destino: “this is a part time job, I´m studying IT engineering as well”. Cuenta siempre que quiere volver al Kurdistán, que la comida holandesa es una mierda. Tiene razón. Media hora más tarde se repite la misma conversación. En mi lugar, detrás, se sienta un amigo belga. Mismas expresiones, idéntico diálogo.

No exactamente. Uno también le escucha decir que le encanta España, porque sabemos cómo sacarles esa frase a los guiris. Y cuenta él, el conductor joven y atractivo sirio, que cada cierto tiempo conduce hasta Barcelona con sus amigos, durante doce horas seguidas, y que resiste la fatiga comiendo frutos secos y limón. Parece ser que el limón, además de ambientar neveras, hace las veces de café.

Le despide uno embriagado por su historia, lamentándose de no haberle propuesto quedar a tomar una cerveza en el barrio Se tiene que conformar con ponerle cinco estrellas y también un comentario elogioso por aquello de diferenciarlo, como sea, del primer conductor.

Pero también le despide con la duda. ¿Acaso busca sólo el cinco de los ciudadanos, de sus gentes, con un discurso ejemplar y ejemplarizante?

Uno quiere pensar que todo es verdad, que con los años desaparecerá para volver al Kurdistán como ingeniero, que el tiempo nos dará la razón en nuestra fe ciega.

Entretanto, uno sabe seguro que no puede fiarse del primero, de su amargura y de su mala baba, de su ira contenida.

De su cinco no para Dios, sino para él: San Pablo.

Thursday, Thursday! Always say Thursday!