Los sueños los carga el diablo

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Picture by Janice B.

 

Ahora duerme en un catre en una antigua fábrica, él que vivía en hoteles ahora se ve refugiado. La memoria le aguanta y los días son largos. Ocupa su tiempo gracias a su cuaderno ya desgarrado, donde por la mañana escribe el día de un mes de un año pasado. 13 de enero de 2017, escribe en negro con suavidad. Entonces se levanta y gastan sus ojos las horas apuntando al suelo. Allí es donde yace la hoja, donde él revive ese día de ese mes de un año pasado. Por momentos ya no distingue si vive en la hoja o en la mirada, y ahí es cuando empieza a balbucear diatribas que a nadie extrañan, extraños son todos.

13 de enero de 2017, todavía faltaba para que se desatara la tormenta que lo inundaría todo.

Y recuerda:

A las once cierra los ojos, cree que va a dormir como todas esas noches en que se toma la pastilla, una píldora marrón que le dio el gurú crece pelo. Él siempre sospechó que fuese un placebo, pero entonces recordaba al gurú, su tienda de Velázquez, la larga fila de señoras que ya lo han probado todo, los caballeros bien avenidos que miran alto y limpio. Y él toma la pastilla y cree que va a dormir cuatro horas de corrido, que va despertarse sereno.

Pero se despierta a las doce ojiplático, y calmadamente se incorpora en esa habitación de hotel de tercer mundo. Camina firme al baño. Es entonces cuando sabe porque se ha despertado, y empieza a ser consciente de que acaba de llegar de un sueño. El corazón empieza a tomar aliento. Primero lento luego rápido. En lo que tarda en mear saborea por última vez cada instante de ese viaje tan vivido y detallado que le parece haberlo soñado durante toda esa hora.

Y recuerda que sueña:

Está en un piso elegante, alumbrado por una lámpara de araña de biblioteca rica. Hay tres quizás cuatro sofás de tonos claros, alfombras con motivos florales y pintura abstracta en las paredes. Cruces desteñidas, trazos que agonizan, colores vivos. Es una fiesta, o quizás la continuación natural de unos postres de una cena navideña que seguro ha sido divertida. No son más de diez, pero él solo está pendiente de ella, y en medio de la algarabía y la música él acaricia su espalda, la toma del brazo y bailan. Ríen a carcajadas y él sonríe feliz. Es dichoso. Está enamorado. Torpemente agarra su mano y aprieta su cuerpo menudo contra él, y ella le guiña un ojo y él entiende ese guiño. La sigue al dormitorio y no se ha terminado de cerrar la puerta ya se ha desnudado. Su erección es firme y tienen prisa. Se deja ella caer en una cama interminable. Pero suena la puerta y se visten y entran las amigas de ella, pues él está de visita fugaz, casi ausente, en la ciudad de ella, allende Los Andes.

Apagan la música y salen todos de la casa, y caminan juntos buscando una vieja pizzería de toldos rojos que él ya conoce. Camina divertido con la novia de otra vieja amiga, otro viejo amor. Encuentra él la pizzería y de repente el sueño se torna confuso, pues el juraría que ese lugar no está en Lima, que él estuvo en esa pizzería en algún otro país, con alguna otra gente. Se lo hace saber divertido a la novia. Y juntos esperan al resto de las amigas, a la novia de la amiga, a la enamorada de él.

Se enciende el cigarro, se pregunta cómo va a volver a dormir, tan desvelado como está. Piensa en el placebo crece pelos y decide que es una mierda. El estrés se nace y no se hace le dirá al gurú la próxima vez.

Con la primera calada recuerda el final del sueño. Es incapaz de ponerle cara a su enamorada, y se descubre con la novia de su amiga mirando atrás, en la misma dirección, esperando los dos. A la misma mujer.

Y deja de recordar, también deja de soñar.

Se tumba sobre su catre en una antigua fábrica. Un niño juega a su lado con su hoja, la manosea y gira y dobla y fabrica un avión de papel que a él le parece maravilloso, ahora que ya no hay aviones. Así, piensa él, debió despegar el primer prototipo. Con un niño. Se enjuaga las lágrimas y sonríe. Mañana recordará el 14 de enero, día en que seguramente no soñó.

January 14th, 2017|Uncategorized|0 Comments

Through the graves the wind is blowing

Leonard piti

 

Kaixo, ¡y descorchamos!

No sé si te fuiste o te sacaron. Fantaseo con que desapareciste de motu proprio. Creo que en tu sueño te enteraste de lo de Trump y antes de dormirte eterno susurraste So long dears y volaste. Al otro lado de la puerta, esa puerta vaivén de madera negra que abría para el resto, llegaba una música que se pisaba en las alfombras que una vez te regaló una amante persa, frases que entraban y salían de las fotos abandonadas pero no olvidadas de una noche en el Chelsea hotel, de un amanecer en Hydra, de un concierto en Chateau Neuf en Oslo en 1976.

I took my gun and vanished…

Pero la realidad es que te sacaron, qué forma toma Dios tú que tanto le miraste.

He cenado con una familia holandesa, me han sentado al lado de la abuela de 86 años. Ha bebido vino porque dormía en casa de su hija, y sólo conduce de día en un coche vacío al que ya nadie quiere subir. Los envases de miel que acompañaban el té de los postres se los ha llevado a casa ignorando las burlas de su familia. Ella también te escuchaba, y su nieta nos lo ha hecho saber a ambos. Y con los ojos rojos los dos hemos compartido nuestra pena. Han sido dos frases, se ha escuchado un Hallelujah. Ella, los que te escuchamos, sabemos de esa franja de luz que entra cuando te dejas romper.

And dance me to the end of love

Te vi dos veces en concierto. Como al Jesucristo que leías, te llevaron al abismo para resucitarte, y te dejaron pobre para que giraras por el mundo, en más de 300 sitios abarrotados.

Cantaste sobre miserias y oscuridad y tentación

I was fighting with temptation but I didn´t want to win

Y cantaste más sobre amor y luz y redención

Yes many loved before us, I know that we are not new, in city and in forest they smiled like me and you, but let´s not talk of love or chains and things we can’t untie

Hace una semana entré en una tienda de discos precisamente en Chelsea, yo iba de la mano de la hija de Marianne. Buscaba un vinilo con tus canciones, que le hice llegar a una amiga que tampoco vivía cuando los hippies te regalaban flores y te miraban como si fueras sol – acaso lo eras Leonard.

Existe un video de 1972. Es maravilloso. (https://www.youtube.com/watch?v=LVDUTAn6Ttg).

Estás ahí, lloras y por llorar ríes en un backstage, incapaz de cantar Bird on the Wire. Sales al escenario, donde la gente se inquieta por ti. Un joven melenudo se acerca a regalarte un libro. Tú lo tomas. Te incorporas y explicas a tus devotos que detrás de las cortinas te deshaces, que no puedes seguir, das las gracias y sonríes mientras te alejan. Ya dentro ellos cantan tus canciones y les escuchas desde lejos, y sólo quieren que les escuches, te ofrecen tus propios poemas. Tú por fin susurras la canción, lejos de sus ojos.

If I have been untrue, I hope you know it was never to you

Mi hermana dejó de ir a misa y mi madre estaba triste. Llegó un domingo en que coincidimos contigo en Madrid, tú cantabas y nosotros, mi hermana y mi madre y mi padre, nos sentábamos a muchos metros y en silencio a escucharte. Y éramos miles de madres y padres y huérfanos poniendo en suspenso nuestras vidas para acompañarte en tus recuerdos y en tus plegarias. Nos entendíamos de pronto, ese halo que rearma los escombros.

Oh, the wind, the wind is blowing,

Through the graves the wind is blowing,

Freedom soon will come;

Then we’ll come from the shadows

November 14th, 2016|Uncategorized|0 Comments

Qué es Holanda

Kralingse Bos

Unknown – Kralingse Bos, June 1970

 

¡Kaixo, Y Descorchamos!

Retomo el vino, retomo las mesas para uno en ciudades de otra vida. Estoy en Atenas, y quizás debería escribir sobre cómo acabé, nada más aterrizar, sentado en un coche patrulla camino de una comisaría por subirme en un Uber, y contar el café compartido con policías griegos hablando de lo inútil, de ponerle puertas al mar, de Tsipras, preguntándoles por Petros Márkaris, a quien jamás habían leído.

Pero no. Yo he venido aquí a hablar de mi libro. Y hoy mi libro es holandés – boek. Arranca el curso y el lago de Kralingen, en Rotterdam, apura los últimos soles y a regañadientes da un respiro a las parejas que se tiran sobre el césped, a los jóvenes que desafían a la razón y se arman de paciencia para ir al supermercado, arrastrar su carne y cervezas y preparar trabajosas barbacoas. Con lo fácil que es sentarse en una terraza, encenderse un cigarro, pedir una cerveza fría, dejar propina.

El lago de Kralingen pronto volverá a su normalidad, a los solitarios que lo corren, a las señoras que se escapan con el perro amante, para pasearlo, devorarlo.

Me visita el que fue testigo en mi primera boda. Nos hicimos amigos en su 26 cumpleaños. Era un miércoles noche y él, que no fuma, se encendía cigarros en serie mientras paseaba fútilmente por Central Park, solo y sucio. Era un banquero. Terminamos en Brooklyn tomando tequilas con una cantante argentina que por suerte allí quedó.

La cantante no está en Amsterdam, y si con nosotros estuviera en esta fiesta, cogería el micrófono y acompañaría a Ben Klock, un dj reputado que hoy nos entretiene. Pincha él para los doscientos holandeses que lo acompañan en un barco, es una fiesta diurna en algún lugar del Mar del Norte.

Somos mi amigo y yo los únicos extranjeros, los únicos dos de pelo oscuro. No hay turistas y, más tarde, cuando las pastillas rosas empiezan a dejar sonreír al personal, se nos acercan las holandesas a preguntar cómo coño hemos acabado allí. Las holandesas siempre se acercan. Se acercan y preguntan.

Repetimos el discurso. Mi amigo, que viste de negro y apesta a sofisticado, se las da de estudiante. A nadie le pone un banquero de Nueva York. Yo me apresuro a disculparme por vivir en Rotterdam, cansado como estoy de que palpen sus bolsos para comprobar que el monedero sigue intacto.

La fiesta se termina con el día, y a medianoche y en albornoz me apresuro a roncar mientras el amigo, por no comer techo, se dedica a estudiar sobre los holandeses.

En la mañana paseamos a la carrera, como paseamos los divorciados, por el barrio de Jordaan, un sitio de clase. Él me instruye sobre lo aprendido horas antes. Lo sabe todo. Cómo son los holandeses en el sexo y sin él. Su actitud frente al trabajo. Su desapego con la familia. Sus vidas que gravitan en torno al yo egoísta, al me da igual lo que hagan los demás. Todo tiene un denominador común.

¿Qué es Holanda? Holanda es libertad.

Yo no necesito estudiar, pues las tuve a ellas, y ellos, eso también lo aprendió el amigo, son un coñazo, misioneros en la cama.

Ninguna pasa de los 27, todas pasan de la geopolítica. La arquitecta ha comprado su piso, que ha tirado y rehecho. Tiene en él una hamaca y un tocadiscos antiguo, y al regresar de sus clases de tenis y tomarse su copa de Rioja tumba su metro ochenta y cinco, cierra los ojos y deja caer sus rizos pelirrojos hasta mañana. La médico de familia es rubia y pequeña, y vive sola en Eindhoven, desde donde se levanta para curar a los viejos con sus pastillas y su perenne sonrisa. Cuando no trabaja viaja sola, hace surf o yoga en lugares exóticos. Siempre sonríe, y da patadas, vive jugando. La cirujana maxilofacial se pinta los labios en el barco y me apunta – no tienes escapatoria, me hace saber. No oculta que no bebe, que su gasolina es otra. Ya sabes cómo hacemos aquí, dice sin pudor. Y me habla de la abundancia de vacío en nuestra generación, de la imposibilidad de tomar decisiones. Pero nada quiere hacer por cambiarlo. Ella es pez y esas sus aguas. Y coge su mochila de montañera y su bicicleta y huye rauda con esa mirada segura que solo tienen las holandesas. El círculo se cierra con la ex consultora, que a distancia me ayuda cuando termino en prisión por culpa de su actual empresa. Ella compite conmigo, buscamos casa idéntica y el que no corre vuela. Ella no sabe que cuando amanezco en su piso me doy por perdido. Mi casa cabe en su cuarto y a ella nadie le podrá decir que no. Tiene una melena rubia y corta y exasperante energía. No le gustan sus compatriotas y juego con ventaja. Tiene unas piernas infinitas y juega con ventaja.

Las cuatro tienen en común varias cosas: son holandesas, viven solas en pisos que a sus 27 años han comprado o piensan comprar pronto, piensan mucho en ellas y usan poco tiempo, demasiado poco, en pensar en los demás. Se sienten libres y así caminan o mejor pedalean, porque nunca las vi caminar.

Y todas, ninguna, había nacido en 1970, cuando en Europa tuvo lugar una secuela probablemente más auténtica, menos frívola, del famosísimo Woodstock. Fue en Rotterdam. En el lago de Kralingen. Y entre otros por allí pasó Pink Floyd, y cuentan las crónicas que se dieron cita trescientas mil personas, y dicen las fotos que esos jóvenes pasaron varios días tirados al fresco, acostándose y levantándose, discutiendo sobre las grandes ideas humanas.

– No es europeo, dijo meneando la cabeza.

– ¿No es europeo, señor Fischer? ¿Y por qué no?

– No comprende nada de las grandes ideas humanas

Y allí, aquí, en el lago de Kralingen, se puso la primera piedra para la legalización de la marihuana. En aquel encuentro se vendía y se fumaba y no pasaba nada. Eran jóvenes educados, eran el futuro, los padres de las cuatro holandesas. Medio siglo más tarde esa planta, esa droga, se empieza a legalizar en los Estados Unidos y ya hay literatura sobre los millonarios de la marihuana. Porque allí todo es dinero, todo es imperio. En Holanda son libertades. Tantas, y tan educadas, que solo fuman los turistas.

September 19th, 2016|Uncategorized|0 Comments

La Vie d’Adèle

La vie d Adele

 

Kaixo! Y descorchamos,

Cada vez me queda menos para escribir mejor que Jabois. En Manu, el librito en el que de una forma confusa describe lo que le pasa por la mente al nacer su primer hijo, Jabois cuenta como cuando sus amigos empezaron a casarse se hicieron célebres sus discursos en las bodas, y como de pronto le llovieron invitaciones para que hiciera de animador, aun sin conocer al contrayente de turno.

Hace unos días yo di mi primer discurso en una boda, que me preparé como si fuera a recibir un Nobel en Estocolmo, y fue tan celebrado que conseguí que las señoras lloraran y los señores sonrieran. Supongo que decepcionó un poco ver al orador media hora más tarde agitando la servilleta y lanzando vivas a los novios como si del Bernabéu se tratara. Lo malo de la fama es que se te acerca gente respetable a decirte que te lee en estas líneas. Uno de ellos era el padre del novio, un señor que debió nacer con traje y desde entonces en traje ha vivido. Un tío elegante de verdad al que con apellidarse Sánchez le sobra, alto, delgado, y tan celoso de la perfección que su hijo le tiene que rogar que no aproveche las comidas de los domingos para ordenarle el armario a la que ahora es su esposa. En las pocas palabras que cambiamos me hizo ver que le parecía bien que además de mi trabajo me dedicara a juntar letras. Me sentí un poco como un homosexual al que le reconocen el mérito de no comportarse como una drag queen suicida. Lo malo digo, es querer escribir sobre una película como La Vida de Adèle sabiendo que me leen en el trabajo, en la familia y en la elegancia.

Pero de todo tiene culpa una mujer, y yo he conocido a una que me dio la mejor cita del mundo, que supongo sólo puede ser un 31 de julio en Madrid. Tras hablar de amor y de religión, de hijos y de futuro, de lo que se habla mirando a los ojos y pesando cada palabra, me tumbó en un sofá y nos pusimos a ver La Vida de Adèle, que para que se haga el lector una idea, es una película que Carlos Boyero, el hater por antonomasia, califica de extraordinaria.

En ella hay sexo, escenas largas, muy largas y muy explícitas que el crítico de El País califica de turbadoras. A mí me parecieron más bien maravillosas, pues están tan bien hechas que no tienen nada de pornográfico, aunque de esto no estoy seguro. La última vez que vi porno tenía catorce años. Lo dejé cuando el padre de una familia americana que me alojaba un verano rastreó el historial de su ordenador y me dio una charla vergonzante que esquivé como pude echando las culpas a su hijo diabético. Los niños siempre otorgan superpoderes a las enfermedades.

Pero más allá del sexo, lo que fascina de la película es la interpretación sublime de la actriz protagonista, que en todo momento guarda ese inquietante gesto de la foto que acompaña el artículo. A lo largo de tres horas asistimos a su adolescencia y primera vida adulta. Carlos Boyero lo resume mejor que yo:

“Nos despediremos de ella siendo una adulta probablemente devastada, alguien a la que la soledad le va a ofrecer excesiva y torturante compañía. Pero mientras tanto ha vivido y padecido, se ha encontrado a sí misma y se ha vuelto a perder, ha disfrutado de la plenitud que proporciona el amor correspondido y ha sufrido el desgarro de su inconsolable pérdida.”

Entretanto, tres horas con el corazón en un puño, la cara de la protagonista que no se olvidará jamás, y escenas irrepetibles como la de su fiesta de 18 cumpleaños y ese baile solitario y liberado de quien se formula más preguntas y se propone más respuestas que sus iguales.

El director de semejante película es tunecino: Abdellatif Kechiche. En un momento dado, un personaje de origen también magrebí le habla a Adèle en una fiesta sobre el rodaje de una película de acción americana en el que ha participado. Elogia la forma de trabajar de los americanos y le cuenta que le eligieron por hablar un poco de árabe. “En la película éramos terroristas que secuestrábamos un avión, ya sabes, les encanta cuando decimos Allah al Akbar y todo eso”.

August 1st, 2016|Uncategorized|1 Comment

La Albanesa y el streaming

Albaninan Woman, Timothy Baker (1)

Fotografía: Timothy Baker (an ethnic Albanian woman hand-delivers a love letter to a French peacekeeper in Kosovo)

 

 

Escribo en la parte derecha de la pantalla. En la izquierda y por streaming veo el Albania-Suiza del Europeo. La gente no lo sabe, pero un Albania-Suiza es uno de esos partidos que paran el tiempo en la ya de por si quietísima Zúrich. Desde los sesenta hasta hoy Suiza ha sido siempre tierra de destino para los albaneses. Albaneses que huían de la persecución del hambre, de Tito, de la guerra, o de las tres a la vez. Eran familias que llegaban buscando hacer unos duros rápidos para volver pasada la tormenta. Esa es la idea de toda emigración. Pero luego ocurren cosas. En el peor de los casos lo que hay en casa, el hambre o la guerra o la violencia, no desaparece. En el mejor de los casos echan raíces, se enamoran a su pesar o se hacen fuertes en sus oficios. Y se quedan. Se estima que en Suiza puede haber cerca de 400,000 albaneses de nacimiento u origen. Albania país, Wikipedia mediante, cuenta sólo con 3 millones, que suben a cinco si nos enemistamos con los serbios e incluimos Kosovo.

Hace años me enamoré durante una semana de una albanesa. Nos entendíamos por gestos. Tenía unos diecinueve años pensé entonces. Ahora juraría que eran bastantes menos. También tenía, y espero que los conserve, los ojos azules más grandes y blancos que se hayan visto, y una cabeza pecosa y redonda siempre estirada por una melena larguísima que caía. Era de una delgadez extrema, tanto que haría las delicias de esa gente que ve enfermedades en todo el mundo, pero en su caso no había tara, era cosa de constitución. Hay mujeres que nacen modelo y viven en pisos pequeños. Ella trabajaba planchando camisas en una cadena de lavanderías, que de todo se puede hacer franquicia. Esa semana fui cuatro veces a llevar mis camisas. La tercera vez agoté mis existencias y terminé comprando camisas baratas que arrugaba antes de llegar. Ahora miro a la izquierda de la pantalla y la busco entre el público albanés, cosas del streaming.

El partido lo veo en rojadirecta, una página que ofrece deportes de forma gratuita y en vivo. Es por supuesto ilegal, pero todos lo hacemos. Lo hacemos porque todavía no se han vencido las barreras, los poderes más o menos fácticos que evitan que haya una suerte de Spotify que nos ofrezca los partidos a poco precio. El mismo servicio en muchos países, y los partidos narrados en el idioma que nos apetezca escuchar. Y que un joven murciano, Murcia siempre es buen ejemplo, pueda pagar cinco euros al mes y ver el partido de Inglaterra narrado por ingleses serios como Steve McManaman. Y que un chico de Eindhoven mejore su castellano viendo a la roja con los comentarios de un español serio como José Antonio Camacho. Un servicio así no existe, y si existe no se vende bien y es de difícil acceso, que es igual que no ser.

El precio cuenta, sí. Pero también se trata de estar, de hacer mucho ruido y de ponerlo a huevo. Como Amazon con los libros. Y aun así, se estima que de cada cuatro libros que se descargan en la red, tres son ilegales. Si cruzas ese dato con que el 35% de la población española declara no leer nunca y tienes en cuenta lo que decía Bourdieu sobre el capital cultural, no hay justificación de precio que valga.

Somos unos desaprensivos.

Uber y la Nueva Politika

 

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‘Manifestación’ en La Habana – Teresa Blázquez

 

 

En la novela Cometh the Hour de Jeffrey Archer, uno de los personajes, posible candidato laborista a primer ministro británico, es relegado al banquillo del partido tras un inoportuno lío de faldas. Ya en campaña, asiste a su sucesor repartiendo panfletos mientras le alecciona: “Thursday, Thursday! Always say Thursday!”. Le insiste en que repita sin cesar el día de la semana en que los ciudadanos están llamados a votar. Sólo con la repetición el pueblo, sus gentes, los de abajo, se acordarán de ir a a votar y, con suerte, lo harán por los laboristas. Así funcionan los viejos partidos pero también, aún más, los nuevos. Sirve recordar el día de las elecciones y sirve atormentar con mensajes propagandísticos. Ya lo decía, para desgracia nuestra, Goebbels: “Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Pero nosotros, ah nosotros, eso ya lo sabemos.

Lo que no acertamos a discernir es cuando, fuera de la política del Twitter, la frase repetida es otro triste truco de magia mentira.

En Rotterdam hay sólo dos ubers y un puñado de clientes leales. Por eso entre amigos, los leales clientes, comentamos nuestras carreras, transcribimos las conversaciones, comparamos. Todos hemos llegado desde distinto origen a la misma casa. En el mismo coche y a distinta hora. Mismo conductor e idénticos diálogos.

El primero de los dos conductores de Uber tiene unos cincuenta años. Es kurdo iraquí. En día par se queja amargamente del servicio de quien le emplea, de lo mal que se le paga, de lo bien que viviría si fuera taxista. Es una metralleta de lamentos. En día impar no se acuerda de ti, y te repite lo mismo. Idéntica pena, iguales caras de hastío. Este conductor, el primero, un día me pidió, en una petición que más bien era una exigencia, que le pusiera cinco estrellas de servicio en la aplicación. Sin embargo a mí, en vivo y en directo, me puntuó con un cuatro. Se disculpó diciendo que él jamás ponía la nota más alta. Y yo se lo paso porque me acuerdo de un profesor de dibujo que jamás en su vida puso un diez; “es para Dios”.

El segundo conductor es joven y atractivo, viste bien y maneja un Mercedes grande e impoluto que no es suyo. Es mi vecino, compartimos barrio. También es kurdo. Sirio, del norte de Alepo, y llegó con seis años huyendo de Sadam Hussein – el de las armas de destrucción masiva. Ahora tiene 26 y se disculpa siempre al minuto dos de conducir a destino: “this is a part time job, I´m studying IT engineering as well”. Cuenta siempre que quiere volver al Kurdistán, que la comida holandesa es una mierda. Tiene razón. Media hora más tarde se repite la misma conversación. En mi lugar, detrás, se sienta un amigo belga. Mismas expresiones, idéntico diálogo.

No exactamente. Uno también le escucha decir que le encanta España, porque sabemos cómo sacarles esa frase a los guiris. Y cuenta él, el conductor joven y atractivo sirio, que cada cierto tiempo conduce hasta Barcelona con sus amigos, durante doce horas seguidas, y que resiste la fatiga comiendo frutos secos y limón. Parece ser que el limón, además de ambientar neveras, hace las veces de café.

Le despide uno embriagado por su historia, lamentándose de no haberle propuesto quedar a tomar una cerveza en el barrio Se tiene que conformar con ponerle cinco estrellas y también un comentario elogioso por aquello de diferenciarlo, como sea, del primer conductor.

Pero también le despide con la duda. ¿Acaso busca sólo el cinco de los ciudadanos, de sus gentes, con un discurso ejemplar y ejemplarizante?

Uno quiere pensar que todo es verdad, que con los años desaparecerá para volver al Kurdistán como ingeniero, que el tiempo nos dará la razón en nuestra fe ciega.

Entretanto, uno sabe seguro que no puede fiarse del primero, de su amargura y de su mala baba, de su ira contenida.

De su cinco no para Dios, sino para él: San Pablo.

Thursday, Thursday! Always say Thursday!

De Relays maratones y autoayuda

Lima

Airbnb en el paraíso, Barranco, Lima

Kaixo, y descorchamos!

El peligro de escribir en un tren es que los demás pasajeros sospechen que eres lamentable.

Levanto la mirada. La levanto cuando escribí esto. Yo observo agitado más allá de la ventana. Quiero decir que observaba. Mi mirada cruza el pasillo cuando se interpone la cara de ella, y piensa ella que a ella la pinto. Saca algo de maquillaje y se aplica a ejecutar lo que ha visto en las películas. En el cine de barrio. En el cine del barrio. Y abre un pequeño espejo y en mis ojos la luz refleja. Y la mirada aparto.

 

De Relays maratones y autoayuda

 

Tengo un amigo que especula con suelo y que, cada vez que le envías una foto, analiza aquellos detalles que nuestros ojos no quieren ver. Un domingo lo sufrí cuando le mandé algo que me había llamado la atención en un Relay de un aeropuerto.

Abro paréntesis para homenajear a los Relays de los aeropuertos. Aunque parece que llevan toda la vida con nosotros no salieron de Francia hasta el año 2000. Su historia se remonta a mitades del XIX, cuando a Louis Hachette, que dejó Derecho para meterse a editor, se le ocurre lanzar una cadena de librerías en aquellas estaciones de tren francesas. He ahí un genio que se merece que centros de negocio y bibliotecas lleven su nombre. Pilar Bardem tiene un auditorio en Rivas.

Un Relay es una tienda de aeropuerto donde la gente alterna pasos rápidos con pausas cortas para hojear un libro, una revista. En el aeropuerto de Haneda, en Tokio, no hay Relays. Quizás por eso uno encuentra verdaderos tochos con fotos jóvenes y perturbadoras. Los Relay tienen cierta elegancia en la oferta pero nos apuntan a todos. Viven en permanente adaptación a los tiempos. Por eso mi amigo, ignorando por completo mi mensaje, me hizo ver que aquello estaba plagado de libros de autoayuda.

No estoy puesto en el tema, pero imagino que todos, los libros de autoayuda, gravitan alrededor de frases que suenan bien, como el título que precede a la biografía de Leopoldo Fernández Pujals, fundador de Telepizza (gracias), brillante hombre de negocios, y también amigo de la ingeniería fiscal de las islas Cayman. Dice así:

“Apunta a las estrellas y llegarás a la luna”. O como decían nuestras madres; ve a por el diez para asegurarte el ocho.

Ha caído en mis manos otro librillo autobiográfico. Se titula ´Iron Mind´y lo escribe un tipo llamado Enhamed Enhamed. Enhamed Enhamed es el mejor nadador paralímpico de la historia, pero sobretodo es alguien de 28 años que entiende bien, sin fisuras, cómo funciona el mundo. Vive a caballo entre California y España, donde pasa sus días perseverando en su objetivo de mejorarnos a nosotros, los mortales. Ahora se ha propuesto sacar para siempre del parque a los chavales que más jodido lo tienen, y si fue capaz de correr un Iron Man (una carrera eterna a nado, pedales y pie cuya existencia no alcanzo a entender) y de ser el primer ciego en terminarlo, parece improbable que no vuelva a tener éxito.

Quizás a esos adolescentes Enhamed les aconseje fijarse metas más modestas, como correr un maratón. Uno corrió hace poco el maratón de Tel Aviv. Meses antes supo que lo acabaría cuando el amigo analista de fotografías le regaló otro libro, ´De qué hablo cuando hablo de correr´, de Murakami. En la página veinte el autor se inmola cuando desvela lo que necesitas saber y de forma inexplicable responde a su propio título. Cuando corro, viene a decir, no pienso en nada. Ahí supe que el librito no daba para más y también supe que se podía, que 3 horas 50 corriendo sólo necesitaban de disciplina durante unos meses, apretar los dientes y repetir el mantra que cambia el mundo todos los días: “Por mis cojones”.

En un maratón se sufre. De hecho es un ejercicio con un final bastante penoso y desagradable. Pero la gente cruza la meta sonriendo, llorando y santiguándose, como se marcan las casillas importantes de una vida. Y se propone, la gente, retos más inverosímiles que les hagan revivir ese ´flow´ del que habla Enhamed. Ese estado de trance que alcanzas durante varios kilómetros en los que la mente pasa a blanco y los pies flotan.

Si correr está tan de moda es sin duda mérito de Nike y de los que allí mueven los hilos para convencernos de hacer deporte. Pero el porqué de las distancias maratonianas, de los iron man y demás cosas raras, es más profundo.

Por un lado está el contrato firmado con uno mismo, el saberse y quererse capaz. Pero no estamos hechos para sufrir. Sin embargo, en nuestra almohada occidental, todo son emoticonos que sonríen y mandan besos en forma de corazón. Necesitamos, la gente, sabernos vulnerables. Saber que podemos sufrir y que, en la desesperación del kilómetro 35, nos podemos encomendar a algún Dios para que nos ayude a cruzar la meta.

Mientras en Relay se frotan las manos con los libros de autoayuda y no hay alcalde de pueblo que no quiera organizar su maratón, las iglesias se llenan de polvo.

Y rescato una frase que a Enhamed le empujó hacia delante y que dijo un tal Jesús cuando aún no había smartphones.

“El reino de los cielos está dentro de vosotros”

Hitomi

Hitomi

The Womb, Tokio

 

Conozco a Hitomi como se conocen a las princesas. Protegiéndola de los monstruos. Es la madrugada en The Womb, una discoteca en Shibuya, Tokio.

A estas horas la pista se vacía, y con nitidez uno observa a los clásicos hijos de puta que, calientes porque están hechos de hoja muerta que prende con brío, acosan sin pudor a cuanta japonesa ven desarmada.

La escena se repite. Los monstruos tocan con sus manos gordas, oscuras y sucias. Los japoneses, las japonesas, son educadas. Elegantes. Tímidas. Jamás escuché a una vocear, tampoco vi nunca sus ojos. Hitomi me lo explicará más tarde, en horizontal y sin música, cuando ya se deja reír y dispara sus bromas de niña.

Hitomi no quiere ligar porque no viene a eso. Hitomi viene a bailar. Period. Estamos en el segundo piso frente a una pareja de djs de revista que no existe. Se suceden a los mandos en cuidada coreografía. A mi lado, Hitomi deja de caminar y aletea el cuerpo como una sirena, cierra los ojos y sonríe. Es guapísima y ya la miraba antes de verla. Owen, el inglés de cuarenta largos que me acompaña, me insta a hacer un move, a tirarle los tejos. Le digo que soy tímido, la realidad es que no me apetece. Termino por acercarme y por escuchar una frase que hace tiempo dejó de sorprenderme:

“Tengo corazón español”

Hitomi es una enamorada de España, pasó unas semanas en Santander y también visitó el jardín botánico de Madrid y la Sagrada Familia. Todos están obsesionados con la Sagrada Familia, pero Ben Lerner lo dice en Leaving the Atocha Station: “es lo más feo que he visto en mi vida”. Hitomi decidió aprender castellano, y lo poco que sabe lo clava. Uno lleva un mes en Tokio y todavía no se atreve a decir konichiwa porque no sabe si son los buenos días o las buenas noches.

Hitomi ya no está en el segundo piso, así que sin querer la quiero buscar en la pista, en el foso, donde observo por vez primera a los monstruos persiguiéndola lengua fuera mientras ella, incómoda, busca baldosas donde seguir girando. Me acerco a Hitomi y le digo al oído que ya estoy ahí, que baile lo que quiera, que bailaré a su lado y dejarán de acercarse.

No surte efecto mi plan así que no queda otra que bailar juntos. No me resisto. Terminan por alejarse. No saben bailar. Les veo desaparecer deseando que caigan en manos de la Yakuza y les poden el pene con tijeras oxidadas.

Hitomi y yo marchamos y no dejamos de reír, el frío de Tokio hace daño y encontramos refugio, puro azar, en mi cuarto que anda cerca. Allí escuchamos música y bebemos agua y me lo cuenta todo.

Hitomi nació en Ōita, en la isla de Kyushu, en el norte del sur de Japón. Su prefectura, siempre según Wikipedia, cuenta con 470,403 habitantes, pero es un dato de 2009. En Japón muere más gente que nace y todos los amigos de adolescencia de Hitomi viven en Tokio, así que ahora serán muchos menos. Una prefectura de ese tamaño al lado de Tokio es como comparar las poblaciones de Seseña y de Madrid. Aun así, o quizás por eso, Ōita tiene una universidad conocida por acoger alumnos extranjeros, por eso Hitomi habla inglés y chapurrea castellano, por eso ha viajado a Santander y desea a los hombres del norte de España. Le hablo de Navarra, ese paraíso.

Su hermana pequeña trabaja en la Cruz Roja Japonesa y ahora cumple misión en Filipinas. Hitomi eligió un camino menos convencional. Entre semana, de ocho de la mañana a once de la noche (“tengo 7 minutos para comer”) compra y vende armamento para el ejército japonés. F-16, F-18, misiles varios. Me pide que no revele esto último, pero decido arriesgarme. Y me confirma que tienen más trabajo, que el gobierno japonés, el mismo de las Abenomics, anda rescatando el discurso guerrero del Imperio herido. El que avisa no es traidor.

Le cuento que el día anterior me pudo el mono de palomitas y me acerqué a un cine japonés a ver El Puente de los Espías. Le explico que en un momento dado se ve como en plena guerra fría adiestran a los niños yanquis poniéndoles videos de las bombas atómicas de Nagasaki e Hiroshima.

Hitomi no reacciona pero por fin se decide a hablarme pausadamente del porqué del silencio, de la timidez, la limpieza, los mil códigos Meiji.

Así mantenemos la armonía, resume. Es la forma en que los japoneses evitamos cualquier tensión o palabra de más, nunca dando lugar a las emociones ni a la espontaneidad. Nos respetamos. Todos servimos a una causa común y a nuestros proyectos de vida.

Abrazo a Hitomi y ella ríe fuerte.

Sigue explicando. Sale sola porque sale a bailar, odia tener que charlar con amigas en una discoteca así que hace tiempo decidió que sólo las vería para comer en domingos alternos. El resto del tiempo lo pasaría con sus preocupaciones, su misión, con su corazón español y quemando días del calendario sin mirar atrás, persiguiendo un porvenir milimétricamente pensado.

La vuelvo a abrazar fuerte y ella suelta una carcajada.

Hitomi no necesita a nadie que la proteja, porque aunque pueda parecer vulnerable con su mirada de ojos rasgados y sus pecas quién sabe si pintadas, aunque cuando ríe agita la cabeza y con ella su larguísima y compacta melena, ya no es una niña, es, a su manera, un guerrero del Imperio.

En la cabeza de Hitomi todo es armonía, todo tiene un propósito y una partitura que leer a pies juntillas.

Todo lo demás, como ir con amigas a una discoteca, como buscar aliento en un abrazo, es poco práctico.

February 3rd, 2016|Uncategorized|0 Comments

Cuentos Mexicanos: Quién me roba tu amor

parejas

Los enamorados y el atardecer, Lima, 2015

¡Kaixo, y descorchamos!

Mario era un hombre enamorado y solía contemplar a Luisa en sus pequeñas costumbres. Cuando comía sus kiwis uno tras otro, cuando fumaba su primer cigarro los sábados después de su baño y con el pelo aún fluvial, sentada al borde de la cama, agarrando su taza blanca y con la camisa que un día le regaló para terminar vistiéndola ella, como siempre desabrochada, frágil. Cuando gritaba alguna tontería al salir de casa, a lo que él siempre reía.

La vida en la ciudad no se les daba mal. Luisa se quejaba de la explotación laboral, así lo llamaba ella y a Mario le divertía, en el supermercado que la empleaba. En el fondo estaba contenta, no trabajaba muchas horas y a su estrenado esposo le andaban ascendiendo siempre. Ella vivía su vida con humor, y se parodiaba, le gustaba decirle a su mamá por teléfono que luchaba contra los robots que venían a arrebatarle su caja y su cinta y su pistola de códigos de barras. Mario no se quejaba nunca, se levantaba con energía todas las mañanas, sobre todo esas mañanas en las que Luisa le miraba de esa forma. Siempre daba un beso a la estampa de La Virgen de Guadalupe y guiñaba el ojo a la catrina de la selva, que descansaba al lado. Le funcionaba. Ya había ascendido dos veces y lo que empezó siendo un trabajo pesado anotando camiones de entrada y salida en una fábrica de cordones, ahora le tenía de encargado, él solito, de todo un almacén de textiles.

Había sido una semana de emociones para la pareja. Lo habían hablado, el miércoles, después de cenar en la taquería, esa era otra de sus costumbres. Siempre esperaba sentado uno a otro, nunca habían llegado a la vez. Y siempre que él, o ella, llegaba a la mesa donde esperaba ella, o él, gritaban susurrando y tres veces – “¡Tacomiércoles!” – y se besaban entre risas. Esa noche, después de tantas chelas y el carajillo, tomaron la decisión. Iban a tener a su niño. Sabían que iba a ser varón, se lo dijo la catrina a Mario en un sueño. Y también sabían el nombre. Mario había sido muy pesado y su hijo se llamaría como él. Le hacía ilusión, y a Luisa, en el fondo, no le importaba. Pero como le gustaba tener la última palabra, eso decía Mario, había elegido el apodo. Marito para los amigos.

El jueves, mientras cenaban ceviche en la cama, Luisa había bromeado con que pagarían la cuna con los ahorros de los preservativos, y se habían reído antes de retomar la empresa.

El viernes, Mario no pudo más y se compró un boleto para ir a Jalapa a ver a sus papás y hermanos. Necesitaba contar a todos que su vida cambiaba otra vez. Que todo funcionaba. Que Marito venía ya mismo.

El sábado invitó a desayunar a los primos y tomaron clamatos con Victoria para la cruda, y cantaron esas letras eternas de Agustín Lara y así gritaron cuando sonó ‘Quién robó tu amor’:

Tu cariño es mi muerte
Tu cariño sagrado,
¿Quién me roba tu amor
Si lo tengo enterrado?

Y así llegó el Domingo

Mario ahora respiraba con dificultad, la bala perdida en la mañana de Jalapa le había alcanzado el cuello y la sangre manaba briosa. Él, que solo había viajado para anunciar la buena nueva. Él, que pedaleaba aún dormido rumbo al cibercafé para escribir a Luisa. Los ojos se le empañaban, no eran lágrimas si no la santa muerte que lo llamaba. Y así, sobre la cama, mirándola a ella indefenso, cerró los ojos para siempre.

 

January 10th, 2016|Uncategorized|0 Comments

Cuentos Mexicanos I: Dulces

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Fotografía: Bresson

 

Francisquito es un niño gordo. A Francisquito le gusta que su mamá le regale las coca-colas y los helados de La Michoacana, y sentarse a ver televisión al llegar de la escuela. A veces mira la tele sin verla, o al revés, y entonces imagina que él es protagonista de las fabulosas historias que cuentan en los noticieros; Infidelidades, desgracias, héroes por accidente, amos que muerden al perro. Todo es posible.

Es un lunes o un jueves, y Francisquito eructa divertido ante tan exquisita noticia:

“Bache Humano en la México-Querétaro: Motorista sale herido tras tropezar con retazos de brazo por identificar”

Francisquito agarra raudo su teléfono y, suertudo él, llega a tiempo de fotografiar los restos del brazo sobre el concreto antes de que anuncien unos cables que a él le parecen tentáculos y que se atan al cuerpo y adelgazan. Francisquito envía la imagen al grupo de Whatsapp que tiene con sus dos mejores amigos. Se llaman Jasibe y Octavio, y son sus dos únicos amigos, pero para Francisquito también son los mejores. Kevin a veces también es buen amigo. Es mayor y tiene el pelo blanco, y trabaja en el changarro más cercano a su casa, pero le molesta cuando le dice que no coma tanto dulce. “No mames Kevin, yo te pago y tú me vendes, no hay pedo”. Un amigo te deja comer tanto como desees, piensa o sabe Francisquito. Entonces, Jasibe y Octavio son sus dos únicos mejores amigos.

Jasibe tiene el pelo azul. Su mamá roba los tintes de la peluquería que la emplea en Condesa.  Los dueños del salón son bien fresas, y también gays, y la mamá de Jasibe sabe que los gays tienen mucho dinero. Además, está segura de que nadie atiende al inventario de tintes, pues de eso se encarga ella. Le divierte pensarlo y, cuando lo hace, sonríe como el niño que esconde sus dulces.

Pero nos importa su hija Jasibe. Jasibe se divierte peinándose y escuchando reguetón, pero lo que más le gusta es disfrazarse y bailar frente al espejo alto del salón. Ella está haciendo lo que más le gusta cuando recibe la divertida foto de Francisquito. Viste un disfraz de loba, y Jasibe sabe que se ve sexosa cuando se convierte en loba.  Su papa vende los disfraces en los bazares, y le regala uno cuando vende más de diez en el mismo día.  Jasibe tiene ya dos disfraces, el de astronauta y e l de loba, pero el de astronauta esconde su pelo azul, y eso Jasibe no lo soporta.

Jasibe ve la foto del brazo deshilachado y ríe.

“Eres un pinche marrano”, teclea para Francisquito antes de retomar su baile y de imaginar que el brazo deshilachado es el suyo propio, y que le da cachetes.

A los pocos minutos, agarra su cel y en el grupo avisa: “¡Dense prisa ahora que tienen brazo!”

Y regala a sus dos amigos una foto de sus pequeños pechos.

Francisco la recibe y silencia el televisor. Se tumba de lado y se toca sin dejar de mirar la pequeña pantalla.

Octavio contesta de inmediato: “Eres un hombre güera, ¡Francis tiene más tetas!, ¡Dale gordo, muéstranos tus armas! “

Octavio es rubio y tiene los ojos de un azul intenso. Cuando recibe la foto está saliendo con parsimonia de sus clases de tenis. Octavio es el rico de los tres. Por eso siempre paga los dulces a Francisquito, y a cambio Francisquito no puede enfadarse cuando los viernes, al salir de la escuela y en casa de Octavio, éste y Jasibe se masturban mientras él les espera en el salón.

Los papás de Octavio no le ocultan que trabajan ayudando a llevar la droga a los americanos, y eso le tiene que hacer entender a Octavio que solo así se pueden pagar sus clases de tenis y sus malas notas. Pero a Octavio no le gusta la escuela, ni le divierten los deportes. Octavio quiere pasar sus días leyendo eróticos, tocar a Jasibe los viernes y ver tele con Francisquito mientras hablan mierda y comen dulces.

 

 

 

 

Francisquito cumple hoy treinta años, y esta mañana, mientras hacía la ruta en el autobús del que ahora es chofer, se ha encontrado  con sus dos mejores amigos.

Han pasado diecisiete años desde la última vez que compartieron helado. Era final de curso y Octavio y Jasibe le habían contado que sus papás los cambiaban de escuela. Sin darle mayor importancia habían seguido hablando mierda. Francisquito nunca se había parado a pensar que Octavio y Jasibe cambiarían sus mundos al cambiar sus escuelas.

Hoy les ha vuelto a ver, donde Bellas Artes, donde La Alameda.

Octavio vestía traje blanco y le ha contado que andaba en “el business” familiar. A Francisquito le ha extrañado su pelo largo. También le ha dado la impresión de que en uno de sus dientes Octavio lucía una suerte de diamante. Pero no está seguro de esto último. De todos modos, Francisquito no le recordaba así.  ¡Cuánto había cambiado Octavio!

Jasibe iba camino del bazar donde ahora vende ella los disfraces de su papá. Vestía de negro y el pelo en morado. Y se nota que han pasado diecisiete años, porque ahorita Jasibe tenía unos pechos grandes y rosados que a Francisquito le han maravillado.

Es su cumpleaños, y Octavio y Jasibe han aceptado comer unos helados en la Michoacana que aguanta en pie frente a la escuela. Francisquito ha tenido la sensación de que ni a Jasibe ni a Octavio les había gustado ese encuentro, por un momento ha pensado que no les apetecía encontrarse más tarde, los tres juntos, otra vez, para volver a hablar mierda. Pero Francisquito está tan feliz que su insistencia les ha convencido: “¡Es mi cumpleaños!”

 

Francisquito no ha dejado el autobús en el garaje, y nada más regresar a los turistas de Teotihuacán, ha puesto rumbo a la escuela.

Desde el camión ve a lo lejos a Octavio y Jasibe frente a la Michoacana. Les ve sonreír. Francisquito acelera porque llega tarde. Acelera más y también él sonríe  mientras toca el claxon y saluda. Y sigue sonriendo y cada vez les ve más cerca. Se oye un fuerte golpe y luego otros golpes no tan fuertes. También se escuchan gritos de gente que no son ni Jasibe, ni Octavio, ni Francisquito.

Y un riego de sangre baña el cristal del camión. Y una farola rompe ese cristal. E inmediatamente después, un retazo de brazo de Jasibe hace entrada en la cabina y aterriza sobre Francisquito, que sonríe con dulzura.

December 31st, 2015|Uncategorized|0 Comments